EXECUÇÃO DIRETA DAS OBRAS PÚBLICAS CONTRA O CONTRATO ADMINISTRATIVO: O PRINCÍPIO DO CONTRATANTE ENTREVISTA NA LEI ADMINISTRATIVA ESPANHOLA DO DÉCIMO SÉCULO

In Spain, the liberal State of the nineteenth century commandsthe principle of the interposed contractor for the construction and operation of public works. Administrative legislation prefers the construction of public works for contract and administrative concession, accepting exceptionally the direct construction of public works by the State.

En España el Estado liberal del siglo XIX impone el principio del contratista interpuesto en la construcción y la explotación de las obras públicas. La legislación administrativa prefiere la ejecución de obras mediante contrato y concesión administrativa, admitiendo excepcionalmente la ejecución directa de las obras por la Administración pública.

Na Espanha, o Estado liberal do século XIX impôs o princípio do contratado naconstrução e exploração de obras públicas. A legislação administrativa prefere a execução de obras por contrato e concessão administrativa, admitindo excepcionalmente a execuçãodireta das obras pela administração pública.

KEYWORDS: interposed contractor, public works, direct construction

PALABRAS CLAVE: Contratista interpuesto, obras públicas, ejecución directa

PALAVRAS-CHAVE: contratante interposto, obras públicas, execuçãodireta.

Fecha de recepción:  11 de julio de 2017

Fecha de revisión:  15 de febrero de 2018

Fecha de aceptación: 27 de febrero de 2018

Humberto Gosálbez Pequeño[1]

ad1gopeh@uco.es

[1]Doctor en Derecho. Profesor Titular de Derecho Administrativo. Universidad de Córdoba (España). Director de RIDETUR (https://www.uco.es/ucopress/ojs/index.php/ridetur/index).

INTRODUCCIÓN

La Ley 9/2017, de 8 de noviembre, de Contratos del Sector Público (LCSP), por la que se transponen al ordenamiento jurídico español las Directivas del Parlamento Europeo y del Consejo 2014/23/UE y 2014/24/UE, de 26 de febrero de 2014,continúa asumiendo, como regla general, la ejecución o gestión indirecta de las prestaciones constitutivas de los objetos de los contratos públicos regulados en dicha ley, esto es, imponiendo el principio del contratista interpuesto, en términos similares a los establecidos en las anteriores y sucesivas Leyes de Contratos de 1965, 1995 y 2001. Sin embargo, la nueva LCSP española, pese a disponer en el artículo 30 un régimen excepcional de la ejecución directa de obras públicas y del suministro de bienes muebles que precisan las Administraciones públicas españolas, sorprendentemente abandona la excepcionalidad del sistema de la ejecución directa en cuanto a la prestación de servicios, prescribiendo lo siguiente: “3. La prestación de servicios se realizará normalmente por la propia Administración y por sus propios medios. No obstante, cuando carezca de medios suficientes, previa la debida justificación en el expediente, se podrá contratar de conformidad con lo establecido en el Capítulo V del Título II del Libro II de la presente Ley”[1].

Interesa, por tanto, conocer los orígenes históricos-legislativos de este principio general de la contratación pública española (y europea comunitaria, en cierta medida) plenamente presente en el actual ordenamiento jurídico administrativo.

METODOLOGÍA

El método utilizado en este trabajo de investigación es el método propio de las ciencias jurídicas. En particular, el análisis de este Derecho histórico español del siglo XIX sobre la materia objeto de la investigación se ha centrado en el examen de la legislación administrativa decimonónica, y en el estudio de la doctrina jurídica de la época, complementado con los estudios históricos y jurídicos de la doctrina contemporánea española.

1. LOS SISTEMAS DE EJECUCIÓN DE LAS OBRAS PÚBLICAS DECIMONÓNICAS

A título introductorio: las políticas de obras públicas en las etapas predecimonónicas

Las sucesivas regulaciones administrativas de la ejecución de las obras públicas (estatales y locales), así como el fomento de los contratos y las concesiones de obras en la legislación española del siglo XIX, ponen de manifiesto la extraordinaria importancia de este sector de la actividad de los poderes públicos que son las obras públicas. En palabras de LeroyBealieu “después del mantenimiento de la seguridad y del ejercicio de la justicia, parece que las obras públicas forman el fin más esencial del Estado”[2]. En esta línea se expresa también Fernández Rodríguez, para quien “el siglo XIX, y especialmente su segunda mitad, es, ante todo, un siglo de grandes obras públicas, en el que la sociedad industrial de nuestros días sienta sus bases infraestructurales: carreteras, ferrocarriles, puertos, obras hidráulicas, etc.”; además, este autor subraya la enorme influencia que la legislación de obras públicas en esta fase histórica ejerció sobre las restantes instituciones del Derecho Administrativo (entre ellas el contrato administrativo), en una época esencial para su delimitación conceptual y dogmática: “Nada es, en efecto, interpretable al margen de la obra pública, de su realización y explotación”[3].

Esta importancia de las obras públicas se ha manifestado durante siglos, porque el Estado, a lo largo de la Historia, ha impulsado en mayor o menor medida, la realización de aquellas obras que, por su indudable repercusión e influencia en la actividad diaria y en la propia vida de los ciudadanos, fueron calificadas de “públicas”[4]. Ya desde la Antigüedad las obras públicas fueron una importante labor que los sucesivos gobiernos y regímenes asumieron como necesaria para el bienestar de su pueblo. Sin embargo, no todas las épocas conocieron idéntico proyecto político de fomentar estas obras, porque, al igual que en otros tantos aspectos de las políticas gubernamentales, no existió una continuidad en este campo, sino que se sucedieron periodos históricos de gran expansión en la ejecución de obras públicas y otros donde esta función estatal se limitaba al grado mínimo, en razón de las circunstancias imperantes en aquel momento y de las prioridades -ideológicas y materiales- de los gobernantes.

En la España prerromana la construcción de obras públicas fue casi inexistente, exceptuando a los cartagineses que empedraron los caminos. No obstante, el posterior dominio del Imperio Romano durante siglos, no solo militar, sino también económico y jurídico, posibilitó la construcción de importantes obras en nuestro país que, incluso, han perdurado hasta nuestros días.Fue el inicio del régimen imperial, en tiempos de Augusto, el momento decisivo del notable impulso que Roma aplicó a esta actividad pública; la amplia red de calzadas, los majestuosos anfiteatros, los grandiosos acueductos, los magníficos puentes, los espléndidos arcos de triunfos y tantos otros monumentos romanos, acreditan esta política del Imperio[5]. Tras la invasión visigoda España vivió un largo periodo de inactividad en la realización de estas obras, pues, como señaló Alzola, “no hay apenas vestigios de sus obras públicas, lo cual es lógico, porque carecían del grado de civilización necesario para satisfacer este linaje de necesidades, salvo las derivadas de alguna urgencia militar en la reparación de puentes”[6], situación que persistió prácticamente con la dominación árabe y la Reconquista.

En la Edad Media el Rey Alfonso X fijó entre las obligaciones reales las de construir caminos y puentes, aunque la carga de tales obras no recaía sobre las arcas reales, sino sobre los pueblos o sobre los particulares. VillarPalasi considera que en esta etapa “la primera técnica en la construcción de las obras públicas se ligó al otorgamiento de impuestos o de tasas de servicios con afectación para ejecutar las obras, las designatia pecunia de los autores de la época”[7]. Tanto Las Partidas como el Ordenamiento de Alcalá (y posteriormente la Novísima Recopilación) regulaban estas tasas que debían establecerse por cartas o privilegios reales; los llamados “portazgos” y los “repartimientos” constituyeron las dos principales fuentes de financiación de esas obras[8]; Las Partidas contemplaban ambas figuras, estableciendo que las obras de las ciudades y villas debían costearse, en primer lugar, por las rentas comunales, y si estas no bastaban se podía crear un repartimento vecinal en proporción a los haberes de sus vecinos, sin ningún tipo de privilegio o exclusión[9]. Estos impuestos o tasas constituían, en realidad, medios de subvención indirecta a favor de los particulares o de ciertos Municipios, interesados en la construcción de aquellas obras, y que ejecutaban por sí mismos, ante la pasividad estatal y la ideología dominante de aquél tiempo sobre las funciones y deberes del Estado. Años más tarde, en 1455, Enrique IV promovió la libre ejecución de las obras públicas, venciendo obstáculos y resistencias, pero prohibiendo (en contra de los criterios de las normas de las Partidas) la implantación de arbitrio o impuesto alguno para costear la obra[10].

Durante el reinado de los Reyes Católicos las obras públicas conocieron un notable auge e impulso, especialmente con la creación de nuevas vías de comunicación. Los posteriores monarcas de la Casa de Austria no consiguieron mantener la política iniciada por sus predecesores como regla general[11], pasividad explícitamente criticada por García Ortega[12]. No obstante, una excepción a esta política genérica de la dinastía de los Habsburgo fue la adoptada en relación a la construcción de fortificaciones y obras militares, tanto en las nuevas posesiones españolas de América, estudiadas por Alzola[13], como en los puestos fronterizos situados en los Pirineos y en el litoral mediterráneo, mencionados por Vicens Vives[14]. Además, hay que reconocer que, si bien los Austrias se olvidaron de la conservación y el progreso de la red viaria terrestre, y de las restantes obras públicas en general, Carlos V y Felipe II construyeron o auxiliaron financieramente la construcción de algunos puertos, pantanos y bastantes puentes[15], y durante el reinado de Felipe III, Felipe IV y Carlos II se ejecutaron obras importantes en diversos palacios y monumentos públicos, tales como los Palacios Reales del Buen Retiro de Madrid, el Panteón y Monasterio de El Escorial, el Pardo y la Casa de Campo de la Zarzuela, entre otros, aunque, cierto es que estos monarcas dedicaron más atención a la construcción de conventos y templos que a las obras verdaderamente necesarias para el desarrollo y el progreso del país en aquellos tiempos[16]. En todo caso, la política de obras públicas de los Habsburgo no fue la misma en todas las regiones españolas, ya que, como afirmó Alzola, las comarcas aforadas del Norte de España tenían organismos regionales, dotados de autonomía administrativa, que les permitieron impulsar y ejecutar numerosas obras públicas, al contrario del resto del país, donde la ausencia de esos entes y la pasividad de los corregidores de la Administración central influyeron enormemente en la situación arriba mencionada[17].

Con la llegada de la dinastía borbónica España conoció un mayor impulso en la construcción de obras públicas, especialmente durante el reinado de Fernando VI, Carlos III e Isabel II. En 1749 el sucesor de Felipe V dictó una Ordenanza de Intendentes Corregidores para fomentar definitivamente la realización de las obras del Estado, siguiendo la filosofía que contenía la anterior Instrucción de Intendentes de 4 de julio de 1718 promulgada por su predecesor. Tal fue la labor emprendida por Fernando VI en este campo (sobre todo con el gobierno del Marqués de la Ensenada) que, en palabras de Alzola, “hasta que se dictó la referida Ordenanza no existían en España carreteras propiamente dichas”[18]. Esta política de fomento se mantuvo con el siguiente monarca, Carlos III, en cuyo reinado nació la primera norma que establecía un plan general de carreteras, con reglas y prioridades para su construcción y financiación en años venideros: el Real Decreto de 10 de junio de 1761, promovido por Esquilache[19]. Tras la caída del gobierno de este, el conde de Floridablanca realizó una gran labor como Superintendente de caminos desde 1777 a 1788[20].

A finales del siglo XVIII, según García Ortega[21], el Gobierno sintió la necesidad de aumentar la ejecución de las obras públicas. Sin embargo, tal propósito se vio frustrado por la invasión napoleónica, al dedicarse todos los recursos y esfuerzos a combatir contra las tropas francesas durante el periodo de 1808 a 1814, desatendiéndose así la realización de las obras públicas[22]. Los años posteriores tampoco fueron propicios para esta función del Estado, pese a las buenas intenciones de los constituyentes de Cádiz, ya que los continuos enfrentamientos civiles que acontecieron en nuestro país en época de Fernando VII imposibilitaron adoptar y ejecutar una política de fomento estable y duradera. Será con la proclamación de Isabel II como Reina de España en 1833 cuando se inicie un periodo de verdadero auge en la ejecución de las obras públicas, a través de las importantes disposiciones normativas dictadas durante su reinado, como comprobaremos más detenidamente en los apartados siguientes.

1.2. Los distintos métodos de ejecución de las obras públicas en la legislación del siglo XIX

La realización de las obras consideradas “públicas” no constituyó siempre una función asumida por el Estado ni por los gobernantes en cada fase histórica. Por ello, al no considerar necesaria los sucesivos monarcas españoles una política de centralización, dirección y desarrollo sobre la construcción y mejora de las obras indispensables para el progreso de un país, existió, como ya mencionamos arriba, una discontinuidad en su ejecución a lo largo de los siglos.

Esa constante histórica de no incluir a las obras públicas entre los fines del Estado hasta prácticamente el siglo XVIII,[23] a partir del cual comenzará un proceso lento y progresivo de asunción por los poderes públicos (especialmente por el Estado central) de esta “nueva” función, impidió el nacimiento de criterios y sistemas claros en la ejecución de dichas obras. Realmente, tendremos que esperar, como en tantas otras instituciones jurídicas, a la llegada del siglo XIX para comprobar, no solo la aparición de una política decisiva y estable en el fomento de las obras estatales, como hemos manifestado anteriormente, sino también el inicio de un reconocimiento legal, expreso y clarificador, de las distintas formas posibles de llevar a cabo la ejecución de una obra pública.

1.2.1. Los antecedentes predecimonónicos

Como ha señalado Villar Palasi, “muchos auténticos            servicios o funciones de la Administración, como son, por ejemplo, las obras públicas, estuvieron gestionadas por el Estado a través de subvenciones directas o indirectas, delegándose la función estricta”[24]. Por tanto, podemos afirmar que, como regla general, hasta que el Estado no asumió como fin propio la realización de las obras públicas, estas fueron ejecutadas por la respectiva Administración provincial o municipal interesada en ellas, aunque en algunos casos, existiera colaboración con el Monarca o con otra Administración, al objeto de conseguir, sobre todo, una mayor financiación para construir, reparar o mejorar las obras respectivas, o bien, se ejecutaban por determinados particulares, auxiliados, en ciertos casos, mediante la concesión de ciertas exenciones, franquicias y subvenciones.

Durante la dominación romana la técnica más importante empleada por el Imperio en nuestro país fue la ejecución de las obras por las mismas legiones romanas. Alzola resalta que el Emperador Augusto, a imitación de otros capitanes en la época del gobierno del Consulado, ordenó el empleo de las tropas de ocupación para construir calzadas, puentes, etc., con la finalidad de que no quedasen ociosos tras la pacificación de la península[25]. Asimismo, en palabras de este autor, Augusto “dió trabajo a la plebe granjeándose sus simpatías, medio que aplicado profusamente y con su propio peculio por Julio César, le abrió el camino de la dictadura”[26].

En el periodo medieval el sistema normal de ejecutar las obras públicas era el de la gestión directa por cada Concejo municipal (subvencionado el Rey, en ciertos supuestos, puentes, caminos o murallas de esas poblaciones), o bien las realizaban los propios súbditos, especialmente los cabildos, órdenes religiosas y algunos magnates y nobles, (auxiliados, en ocasiones, por las rentas de la Corona). Por tanto, la Monarquía solo ejecutó y financió la construcción de castillos y fortalezas, acorde con las prioridades políticas y militares de los países en aquella época[27].

La posterior dinastía de los Austrias y sus inmediatos predecesores, los Reyes Católicos, continuaron manteniendo, con ligeras variantes, esos sistemas de realización de las obras de interés general. No obstante, se produjo durante su reinado una novedad que es preciso destacar. Aunque al igual que en el periodo medieval, los principales -cuando no únicos ejecutores de las obras- fueron las Corporaciones Locales (ayudados, a veces, por aportaciones o exenciones reales), la preocupación del nuevo Estado moderno por esta actividad se intensificó, pues, a pesar de que aún las obras públicas no se consideraban uno de los fines del Estado (atribuyéndose de este modo su administración a los Concejos y Ayuntamientos), la Corona inspeccionará, supervisará y vigilará la ejecución de dichas obras[28].

Tras la llegada de los Borbones, el Estado asumirá como función específica y propia del mismo el fomento de las obras de interés general, como ya comentamos anteriormente. Como destacó VillarPalasi “los pantanos, las obras de riego, los canales, son construidos ya con cargo a las rentas del Tesoro, bien por el sistema de concesiones o privilegios, con un control directo de la Administración sobre la ejecución de las obras, ya con sistema de subvención administrativa”[29]. Sin embargo, con Carlos II, y por influencia del Despotismo Ilustrado francés (que se impondrá plenamente en España con la nueva dinastía), y de varios intelectuales y escritores políticos de los siglos XVI y XVII, la Monarquía se iniciaba en el proceso de asumir dichas tareas. Por ello, y aparte de las “concesiones” a determinados particulares por las que construían caminos y cobraban luego derechos de peaje o portazgos,[30] según este autor, aparecen en los tiempos de este monarca las primeras concesiones con subvención administrativa a cargo del Tesoro Público[31]. Mas hasta el siglo XVIII no nace la concesión administrativa propiamente dicha. Para Villar “la idea de concesión administrativa, al modo como se entiende en la actualidad, comienza también plenamente en este periodo, otorgándose reales permisos para construir los particulares a sus expensas -a su riesgo y fortuna- las obras públicas. Caso de que el particular no pudiese cumplir sus compromisos, se incautaba el Estado de las obras”[32]. En suma, como concluye Villar Palasi, hasta los inicios del siglo XIX, la Administración central “carece de iniciativa para promover la construcción de obras que no sean de interés militar, limitando su actividad a la fiscalización de las obras ejecutadas por los Ayuntamientos o por las Corporaciones”[33].

1.2.2. Los sistemas de ejecución decimonónicos

García Ortega afirma que a partir de 1833 “se inicia tímidamente una seria toma de conciencia sobre la necesidad de construir y conservar buenas carreteras y caminos”[34], dictándose por esta razón dos disposiciones importantes: el Real Decreto de 23 de octubre de 1833, sobre materia organizativa, y la Instrucción de 30 de noviembre del mismo año, comunicada por el Gobierno a los Subdelegados de Fomento. Esta Instrucción, en su artículo 51 del Capítulo 12, recogía ese propósito y preocupación gubernamental: “…los caminos y canales son los grandes, los importantes medios de fomento de la producción en todos los ramos”[35]. Será esta Instrucción la primera norma del siglo XIX que mencione y distinga, con cierta claridad, los diversos métodos de ejecución de las obras públicas.

En opinión de Monedero Gil esta disposición estableció que estas obras podían realizarse “por contrato de empresa” o “por ejecución directa” por la Administración (“a través de su propio personal y las prestaciones obligatorias de los ciudadanos”)[36], apareciendo así, por primera vez, la clásica diferenciación entre la ejecución directa y la indirecta en materia de obras de interés general. No obstante, un autor contemporáneo de esa norma, como OrtizdeZúñiga, consideró, a tenor de la misma, que “la construcción, conservación y reparación de todas las obras de esta clase (se refería a las que tenían por objeto caminos y canales) corresponden exclusivamente á la Administración,…”añadiendo en relación con las obras nacionales de caminos, canales y puertos (“que dan comunicación a las capitales de provincia y principales ciudades con la corte”) que “la propiedad de todas esas obras es del estado y su construcción, conservación y reparación corresponden al mismo”[37]. Surge así la duda ante esta presunta discordancia entre ambos juristas, pues, parece deducirse de las afirmaciones de Ortiz que en 1833 no existía la posibilidad de que el Estado encargase la realización de una obra pública a un particular, debido, sobre todo, al tajante sentido del término utilizado (“exclusivamente”).

Sin embargo, a pesar de lo afirmado por OrtizdeZúñiga, debemos mantener, como señala Monedero, que acorde a la mencionada Instrucción las obras públicas también podían realizarse por empresarios privados. En el fondo, es solo una contradicción aparente, porque de las anteriores palabras de Ortiz no deriva necesariamente la interpretación arriba señalada. Y ello por diversas razones. En primer lugar, el propio Ortiz de Zúñiga menciona la opción de la “contrata” para construir una obra pública provincial o local, y no existió en aquella época ninguna norma de la cual se pudiese deducir la imposibilidad de que un particular ejecutase una obra pública estatal, sino más bien la contraria[38]. El segundo motivo es que, incluso en la construcción o reparación de las obras nacionales, este autor decimonónico subrayó que “el suministro de materiales ha de contratarse precisamente en pública subasta, a menos que este método ofrezca graves inconvenientes, en cuyo caso puede hacerse por administración”[39]; es decir, si el suministro de los medios necesarios para ejecutar una obra debía hacerse precisamente mediante una empresa proveedora que se los proporcionase a la Administración central (salvo que dicho sistema implicase “graves inconvenientes”), por qué no se podía adoptar el mismo sistema para la realización propiamente dicha de la misma obra. En tercer lugar, la afirmación de que es al Estado a quién corresponde la construcción, conservación y reparación de las obras nacionales, no significa, a nuestro juicio, la exclusión de toda intervención particular en la realización de una obra pública estatal, sino, más bien, quiere resaltar el órgano administrativo competente para ejecutar esas obras; en efecto, si la Administración competente para llevar a cabo las obras provinciales y locales es la formada por cada Ayuntamiento o Diputación Provincial, la Administración competente para ejecutar las llamadas “obras nacionales” es, en todo caso, la Administración del Estado. Finalmente, es preciso revisar la aparente claridad y contundencia de la expresión “exclusivamente”, porque este calificativo se refiere solamente a las obras públicas de caminos y canales, por lo que, al menos, aquellas obras de interés general cuyo objeto no eran los caminos o canales no se encontraban afectadas por este mandato, pudiendo, por tanto, ser ejecutadas por los ciudadanos; ahora bien, hay que admitir que la inmensa mayoría de las obras públicas tenían por objetivo la construcción, reparación o mejora de caminos, puertos y canales, y, en consecuencia, la actuación privada en este ámbito fue todavía minoritaria[40].

Sin embargo, a pesar de ese reconocimiento legal de la diversidad de los métodos de ejecución, habremos de esperar hasta el Real Decreto de 10 de octubre de 1845 para observar tanto una mejor clasificación y regulación de dichos métodos como unos criterios de preferencia de un sistema sobre otro. Esta Instrucción de 1845, dictada para promover y ejecutar las obras públicas durante el reinado de Isabel II, respondió a una situación histórica dominada por una insuficiente actividad privada y pública en la construcción de las obras imprescindibles para iniciar el desarrollo económico del país[41]. En efecto, el artículo 5 de esta norma consagra y esclarece definitivamente los distintos sistemas posibles de ejecutar cualquier obra pública: “Así las obras nacionales, como las provinciales y municipales pueden realizarse por empresa, por contrata o por administración”; y continúa dicho precepto definiendo cada uno de los tres sistemas antes mencionados: “En las obras por empresa, la administración contrata con particulares la ejecución de las obras, cediéndoles en pago los productos y rendimientos de las mismas; y cuando estos no sean suficientes, estipulando concesiones en compensación de la industria de los empresarios o del capital que adelanten, de lo cual resultará a su favor en los mas de los casos un privilegio por tiempo determinado. En las obras por contrata, la administración satisface en plazos fijos las cantidades estipuladas por las obras que los contratistas se obligan a ejecutar en un tiempo dado y bajo condiciones determinadas. En las obras por administración, el Gobierno, las provincias o los pueblos son los ejecutores encargados directamente de todas las operaciones, así facultativas como económicas, en las formas que determinen las leyes y los reglamentos e instrucciones del ramo.”

Por consiguiente, toda obra pública se podía ejecutar bien directamente por la Administración competente en cada supuesto, o bien, indirectamente a través de empresas privadas. A su vez admitía el citado Real Decreto dos técnicas diferentes dentro de la ejecución indirecta: “por empresa” y “por contrata”. Ambas tenían en común la construcción o realización de la obra por un particular, mas difieren, principalmente, en que, una vez realizada la obra, en la ejecución “por contrata” finaliza la prestación del empresario contratista, mientras que en la ejecución “por empresa”, el empresario, tras construir la obra, normalmente, se encargaba de explotarla o gestionarla durante un tiempo determinado y bajo unas condiciones previamente acordadas con la Administración. Surge así la distinción en la legislación española entre los antiguos contratos de obras públicas y las primeras concesiones de obras, respectivamente[42].

Veinte años después, en 1868 tiene lugar la Revolución liberal que acabó con la Monarquía isabelina y que supuso un importante cambio en toda la legislación administrativa española en general, y en la normativa sobre obras públicas, en particular. El Gobierno Provisional promulgó el 14 de noviembre de ese año el Decreto-ley que contemplaba las Bases para dictar una nueva legislación en obras públicas acorde a los principios ideológicos dominantes en aquel momento, como veremos más adelante. En esta norma no existía ningún precepto que, a semejanza del artículo 5 de la Instrucción de 1845, reconociese claramente los posibles sistemas de realización de las obras de interés general. No obstante, de su exposición de motivos y de su breve articulado se deduce la coexistencia de la técnica directa e indirecta en la ejecución de dichas obras, aunque, el protagonismo del Estado en la construcción de obras públicas se limitó enormemente.

La siguiente disposición es la Ley de 29 de diciembre de 1876, que estableció las Bases que debían seguirse en la posterior legislación sobre obras públicas que debía promulgarse tras la Restauración de la Monarquía borbónica con Alfonso XII en diciembre de 1874. La Base tercera consagraba la diversidad de métodos tanto en la construcción como en la subsiguiente explotación de estas obras: “Podrán construir y explotar obras públicas el Estado, las provincias y los Municipios, bien por Administración o por contrata. También podrán hacerlo los particulares o compañías mediante concesión con arreglo a lo que prevengan las leyes”. Es decir, se reconocía explícitamente, a diferencia del Decreto-ley de 1868, las múltiples opciones existentes para ejecutar la obra: directamente por la propia Administración o mediante empresarios interpuestos. En tal sentido sigue la línea emprendida por el Real Decreto de 1845.

Pero será la Ley General de Obras Públicas de 13 de abril de 1877, dictada con arreglo a las Bases de 1876, la norma que ampliamente regule esta materia, desarrollando las Bases de 1876. Así, su artículo 3 consagra la diversidad de formas en la realización y gestión de las obras públicas: “Las obras públicas, así en lo relativo a sus proyectos como a su construcción, explotación y conservación, pueden correr a cargo del Estado, de las provincias, de los Municipios y de los particulares ó compañías.”

Una vez expuestas las distintas disposiciones decimonónicas sobre los métodos de realización de las obras de interés público, analizaremos cuál de dichos métodos prevaleció en esa época, es decir, en qué medida el ciudadano podía construir y explotar dichas obras, porque ello determinará la posterior regulación del status jurídico del particular que contrataba con la Administración española del siglo XIX, no sólo la ejecución de una obra pública, sino también cualquier prestación o servicio que se comprometiese a realizar para un ente público.

2. EL PRINCIPIO DEL CONTRATISTA INTERPUESTO

Asumido por el Estado la realización de las obras públicas como una función más del mismo en el siglo XVIII, como ya expusimos anteriormente, debemos analizar si existió a partir de aquel momento alguna participación del súbdito o ciudadano en la ejecución de las mismas, y si la respuesta es afirmativa, cómo se dio esa colaboración entre el particular y la Administración. Realmente, se trata de observar la evolución de esa participación ciudadana en una tarea pública.

Con carácter previo a ese análisis histórico jurídico, hemos de subrayar uno de los motivos fundamentales, cuando no el principal, que determinaba la decisión del Estado decimonónico a la hora de elegir un sistema de ejecución de obras públicas en el que interviniese la iniciativa privada o, por el contrario, un sistema en el que se omitía esta participación. Nos estamos refiriendo a la ideología política, social y económica dominante en cada etapa histórica, ya que influirá decisivamente en toda norma jurídica y en toda acción de gobierno en relación con cualquier ámbito de la “res pública”, inclusive las obras públicas[43].

Por ello, a pesar de que la técnica de la concesión administrativa otorgada por el Rey para construir obras de interés general surgió durante la Monarquía borbónica[44], como ha señalado Ariño Ortiz, a lo largo del Antiguo Régimen y primera mitad del siglo XIX la realización de obras públicas por empresarios privados fue un método excepcional en toda Europa, ejecutándose dichas obras directamente por la propia Administración normalmente, salvo algunas concesiones y destajos parciales[45]. Así pues, debemos diferenciar a efectos de valorar la actuación de los particulares en este fin público dos épocas: la primera estaría constituida por el siglo XVIII y la primera mitad del XIX, mientras que la segunda sería el resto de este último siglo. En la primera la ejecución de las obras públicas se efectuaba, como regla general, por la propia Administración, a través de sus agentes o de otros medios (por ejemplo la prestación personal). En la segunda se invierte la tendencia, predominando la ejecución indirecta, a través de la técnica de la concesión y de las contratas.

En efecto, en 1833 se promulga la Instrucción del Ministro de Fomento Javier de Burgos donde se aprecia un notable impulso del Estado en la construcción o promoción de las obras públicas, entre otras labores de la acción administrativa. Pero esta nueva y decidida política para realizar y mejorar obras no se tradujo en medidas de apoyo a la iniciativa privada, como pudiera pensarse en principio al ser los liberales los inspiradores y ejecutores de la política gubernamental en aquel momento, sino todo lo contrario, porque el liberalismo de primeros de siglo fue un liberalismo moderado[46], ajeno a las tesis radicales defensoras de reducir el papel del Estado a lo mínimo posible[47].

Esa filosofía liberal de principios del XIX fue calificada posteriormente de paternalista, “al estimar, contrariamente, que todo esfuerzo realizado por la Comunidad o por el Estado, al poner sus manos sobre el desarrollo económico y social, constituía una auténtica y reprobable interferencia en las leyes de la naturaleza”[48].

2.1. Origen y consolidación del principio (1845-1865)

Doce años más tarde se dicta la citada Instrucción de 10 de octubre de 1845, que, si bien admitía diversos sistemas a la hora de ejecutar una obra de interés público, estableció expresamente que el sistema prioritario, con carácter general, era la contrata, postergando la realización directa de las obras por la Administración[49]. Su artículo 6 dice: “Deberán preferirse las contratas siempre que hayan fondos suficientes para satisfacer a los contratistas el importe de las obras que vayan ejecutando a plazos fijos y de un modo positivo, bien que procedan los recursos de arbitrios impuestos al intento, o de cualesquiera otros medios conocidos”.

Así mismo, el carácter excepcional del método de ejecución directa se deduce también del artículo 17 de la Instrucción (“Las obras por administración se ejecutarán en virtud de autorización concedida al efecto, bien al aprobar los respectivos proyectos y presupuestos, o bien con algún motivo especial como el de una necesidad urgente. En algunos casos, y especialmente cuando se trate de ejecutar obras hidráulicas, que por su naturaleza exigen mayor esmero, exactitud y vigilancia, podrá preferirse este método a los anteriormente expresados”). Este precepto contemplaba dos supuestos en los que se dispensaba a la Administración correspondiente de la obligatoriedad de optar por la contrata exigida por el artículo 6. El primero tenía lugar cuando existía una necesidad urgente, una situación de emergencia o casos similares, que demandasen la ejecución rápida e inmediata de la obra. Y el segundo se refería a las obras que requerían un cuidado y atención especial en su realización[50]. Pero, es importante observar que dicho artículo no impuso a la Administración la ejecución directa ni siquiera en esos supuestos tasados, sino que solamente le permitió en estos casos, si así lo estimase conveniente para el interés público, elegir el sistema de “administración”.

Por consiguiente, a partir de 1845 se inicia la ejecución generalizada de las obras públicas a través de la figura de la contrata, esto es, del contrato administrativo de obra pública. Y solo cuando no “haya fondos suficientes para satisfacer a los contratistas el importe de las obras” se podrá adoptar otro sistema de ejecución, bien el de “empresa” o el de “administración”. En estos últimos supuestos la Administración Pública, normalmente, optaba por la figura de la concesión, consintiendo, por tanto, no solo que los ciudadanos construyesen las obras, sino también que las gestionasen o se atribuyesen los rendimientos y beneficios que dichas obras podían generar[51].

Aparece de esta manera un principio nuevo, de origen liberal, que regirá, aunque con matizaciones, hasta la actualidad. Es la Instrucción de 1845 la primera norma española que recoge explícitamente el principio del contratista interpuesto en materia de obras públicas, ya que, por un lado, el mandato del artículo 6 se decanta claramente por la ejecución de las obras por medio de un contratista. Y por otro, en los casos en que no fuese posible la contrata, se prefería en la práctica la técnica concesional, pues si el único caso en que se dispensaba de la opción contractual era cuando la Hacienda Pública careciese de recursos financieros o económicos adecuados para abonar al contratista su labor, precisamente este supuesto fue el que legitimaba a los poderes públicos para otorgar concesiones a particulares que las solicitasen y tuviesen medios técnicos y económicos para sufragar esas obras que la Administración no podía costear[52].

Pero ¿cuáles fueron las causas históricas del reconocimiento legal -claro y contundente- de este principio previsto en la Instrucción de 1845?

Durante la segunda mitad del siglo XIX conviven (exceptuando el paréntesis revolucionario) el liberalismo moderado y el radical, por lo que fue necesario encontrar una solución de compromiso que, en alguna medida, satisfaciera a ambos. En la materia que nos ocupa, este pacto dio lugar al llamado principio del contratista o concesionario interpuesto, que, como subraya Fernández Rodríguez, fue una “fórmula intermedia que satisfaría los deseos intervencionistas de unos, al reservar al Estado la titularidad de la obra y con ella ciertos poderes últimos de orientación, dirección y control de la misma, y los afanes de libertad de otros, en la medida en que se reconocía a los particulares el protagonismo inherente a la gestión y, por tanto, la explotación de la obra en cuanto negocio”[53].

Por ello, a pesar de que el Real Decreto de 1845 relegó a un segundo plano la ejecución directa de obras por la Administración, realizándose estas mayoritariamente por el método de contrata o concesión, la Administración Pública conservaba no solo la titularidad de aquellas obras ejecutadas indirectamente por los particulares, sino también importantes poderes o prerrogativas de control, intervención e inspección que eran difícilmente reconciliables con los principios del liberalismo más extremista.

Un segundo motivo, en parte de naturaleza ideológica y en parte de naturaleza pragmática, fue aquel que defendía la incapacidad del Estado (o de cualquier poder público) para ser empresario. Es decir, no se trataba ya de que el liberalismo económico y político rechazase que la Administración pudiera actuar en sectores que podían estar a cargo de la iniciativa particular (entre ellos la realización de obras públicas), sino que, cuando la Administración intervenía directamente, por sí sola, en determinados ámbitos económicos el resultado de esa labor pública no era satisfactoria en bastantes ocasiones. Por tanto, la experiencia de la ejecución directa de obras por la propia Administración aconsejó una intensificación de la construcción de las mismas a través de empresarios privados, porque, normalmente, realizaban su trabajo, en principio, con mayor eficacia y diligencia. Esta experiencia histórica contribuyó al nacimiento del llamado principio de desconfianza de la Administración hacia sus propios agentes, puesto de manifiesto por Ariño.[54]

En tercer lugar, es preciso mencionar una importante causa histórica que contribuyó a la formulación de este principio: el entonces estado de subdesarrollo económico y social del país. En efecto, se necesitaba la concurrencia de la empresa privada para iniciar una larga fase histórica de recuperación económica y de mayor bienestar social, imprescindibles para el progreso de España tras la Guerra de la Independencia de principios de siglo, las sublevaciones armadas liberales contra el absolutismo de Fernando VII y el posterior conflicto civil entre carlistas e isabelinos. Las comunicaciones, puentes, obras hidráulicas, etc. requerían urgentemente el inmediato impulso del Gobierno y de la iniciativa privada para reconstruir la nación. Por ello era ineludible, ante la escasez de medios del Tesoro Público para emprender por sí solo tan laboriosa tarea, potenciar los métodos de ejecución indirecta de las obras públicas e, incluso, incentivar a los posibles contratistas y concesionarios a colaborar con esta función pública de interés nacional.[55] Estos beneficios o incentivos a los particulares se intensificarán, especialmente, para los constructores de vías férreas, como expondremos en su momento. No obstante, hay que reconocer la existencia de ciertos alicientes en tiempos atrás, durante el reinado de Fernando VII, como señala BarreroGarcía, o incluso, a finales del siglo XVIII[56].

En definitiva, el concesionario y el contratista de obras públicas decimonónicos surgen a mediados de siglo como consecuencia de la concurrencia de todos estos factores, si bien, en este contexto histórico de predominio de las técnicas indirectas de ejecución de obras públicas, es necesario recordar un acontecimiento decisivo en el nacimiento y posterior expansión de la institución concesional, que no concurrió en la elección del sistema de contrata. Nos referimos a la escasez de recursos financieros del Estado en aquél periodo histórico, es decir, al origen económico de la concesión de obras públicas, mencionado en el citado artículo 7 de la Instrucción de 1845[57] y señalado también por la propia doctrina administrativista[58].

2.2. El radicalismo del principio en la Revolución liberal de 1868

Esta situación de “reinado moderado” del principio del contratista interpuesto permaneció hasta la caída de la dinastía producida por el alzamiento liberal-revolucionario de septiembre de 1868[59]. El Gobierno Provisional dictó en materia de obras públicas una norma fundamental: el Decreto-ley de 14 de noviembre de 1868, firmado por el Ministro de Fomento Ruiz Zorrilla.

Esta disposición supuso un giro radical respecto la intervención del Estado en la realización de obras de interés general, porque el triunfo de las tesis más radicales del movimiento liberal español se impondrán en aquellos momentos, en principio[60]. La Revolución pretendió abolir toda intervención de la Administración en la construcción y explotación de obras públicas, proclamando la libertad más absoluta como ideal y dejando en manos de los particulares la iniciativa en este campo. Su Exposición de Motivos es expresiva al respecto: “El monopolio del Estado representa de hecho el primer periodo de las obras públicas en la Europa moderna: el Estado… construye, pero no deja construir…. Es este el momento del absolutismo gubernamental, es la concentración de todas las fuerzas en la unidad, es, por decirlo así, el panteísmo administrativo. A esta realidad opresiva y absorbente, producto de varias causas históricas, se opone un ideal que al fin un día llegará a realizarse en la historia, y es aquel en que, sin restricciones ni obstáculos, trabajan todas las fuerzas de la Nación, desunidas unas, libremente organizadas otras, mientras el Estado, depuestas sus pretensiones de industrial, no hace ya, no impide que los demás hagan, y entre los individuos y asociaciones, que funcionan en toda la plenitud de su autonomía, se conserva neutral para mantener derechos y administrar a todos recta e imparcial justicia.”

El liberalismo más duro impregnó, como vemos, este Preámbulo. Critica la actividad del Estado en la realización de obras públicas, aborrece esa “dictadura estatal” que coartó la libre y legítima iniciativa de los individuos. El Estado liberal que desean los revolucionarios solo debe hacerse cargo de la seguridad y de la administración de justicia. Ninguna otra función debe asumir respecto la vida de sus ciudadanos. Aquí ni siquiera se admite el principio del contratista interpuesto, pues la Administración no puede interferir en la libre ejecución de cualquier obra emprendida por los particulares. No existe interposición alguna al prohibirse toda actuación de un poder público en esta materia[61].

No obstante, estas tesis tan radicales y, por otra parte, tan injustas con la propia Historia de nuestro país, no fueron verdaderamente las que dominaron en el Decreto-ley. En efecto, como consecuencia del acceso al Gobierno, todo movimiento reformista (o al menos revolucionario), que cuestionaba en la oposición las estructuras y funciones de un determinado régimen político, luego se modera en sus objetivos iniciales, retrasando su consecución en el tiempo, cuando no olvidándose de ellos. Y esto le ocurrió a los revolucionarios del 68, que, ante la imposibilidad de llevar a la práctica sus postulados más atrevidos sin correr el riesgo de sumir al país en un mayor subdesarrollo económico y social, optaron por reconocer una etapa de transición[62], en la que coexistirían la acción pública y la privada en la realización de las obras necesarias para el progreso de España[63].

Por otro lado, se consagró legalmente el principio de subsidiariedad de la Administración Pública en la ejecución de las obras de interés público. Solo en supuestos muy excepcionales podrá el Estado realizar una obra, y solo en defecto de un empresario privado que quiera o pueda hacerlo: “Así el Estado seguirá construyendo obras, mientras la opinión pública lo exija; pero solo en un caso: cuando una necesidad imperiosa general, plenamente demostrada, lo justifique y la industria privada no pueda acometer tal empresa; y por si este caso llega, se establecen reglas como garantía contra la arbitrariedad… La Administración hoy se limita a proyectar algunas veces; a ejecutar aquellas obras de detalle, difíciles, dudosas, en que la parte aleatoria es tan grande, que ningún contratista querría tomarlas a su cargo; y por último, ya el cumplimiento de las condiciones de contrata, ya la explotación de dichas obras públicas, cuando no las entrega libremente al uso común, sino que, por el contrario, las cede a una empresa explotadora.”

Este principio se recoge claramente en el artículo 14 del Decreto-ley al decir que “el Estado costeará en totalidad o contribuirá en parte a la construcción de las obras afectas a los servicios que hoy están a su cargo, siempre que ningún particular, empresario o Corporación lo solicite”. Además, el artículo 18 admitía la participación de los ciudadanos en la construcción o explotación de este tipo de obras, aunque con previa concesión otorgada por el Gobierno, y sin conceder en ningún caso subvención alguna. Por tanto, no solo ya se prohibió a la Administración acometer una obra pública ante la existencia de un particular que decidiese realizarla, sino que también se le proscribía ejecutar las propias obras afectas a sus servicios públicos cuando un empresario privado quisiese ejecutarlas. Pero el rechazo a la intervención estatal en esta materia fue todavía más intenso y notable, porque en numerosos supuestos ni siquiera se permitió que el Estado subvencionase o ayudase económicamente a los particulares ejecutores de esas obras públicas[64].

Junto a la subsidiariedad de la actuación de los poderes públicos, subyace en esta norma el ya clásico principio del contratista interpuesto, que no desapareció, como algunos pretendían, sino que, al contrario, se desarrolló en toda su integridad, potenciándose plenamente durante este “período de transición hacia la libertad absoluta”. Así se deduce del mismo Preámbulo: “Para darse cuenta exacta del carácter que afecta la legislación vigente de obras públicas conviene fijar la atención en dos puntos radicalmente distintos: los fondos o capitales con que se costean, y la persona o entidad que las ejecuta. En un principio el Estado era capitalista e industrial, y así las obras se pagaban del Presupuesto y se construían por Administración; en estos últimos años ha seguido siendo capitalista, pero ha dejado casi por completo de construir, y las carreteras, los faros, los puertos se ejecutan hoy por contrata. He aquí un primer paso en el camino de la libertad; no ejerce ya el Estado la industria de la construcción; no hace por sí caminos, no forma materialmente puertos, y, en una palabra, no ejecuta: quien construye y ejecuta y hace es el contratista, nacional o extranjero; es la industria privada, es el individuo o la asociación…”

En la misma línea, el artículo 1 consagró la plena libertad de los particulares para ejecutar cualquier obra pública sin ningún tipo de intervención administrativa, salvo si la obra afectase al dominio público, en cuyo caso, con la finalidad de salvaguardar los derechos y los intereses del Estado, debía preceder una autorización o concesión de la Administración. Un vez obtenida esta, los agentes públicos solo podían actuar “para exigir el cumplimiento de las condiciones estipuladas en la concesión”, pero no podían inmiscuirse “bajo el pretexto de proteger los intereses del concesionario, en el sistema de construcción que este adopte para la obra, dimensiones de la misma, materiales empleados, ni en general en la parte técnica, como tampoco en los medios de explotación, a menos que estas circunstancias influyan sobre aquellos derechos e intereses del Estado”. Además, finalizada la obra, terminaba la vigilancia por parte de la Administración, y el concesionario quedaba libre de enajenar o explotar aquella en la forma que estimase conveniente. Junto a ello cabe destacar la absoluta libertad del concesionario para “fijar las tarifas, peajes, derechos y en general, los precios que juzgue convenientes por el uso de dicha obra”. Todo esto se deduce de los artículos 1, 2 y 3 de dicho Decreto-ley.

Mas esta ideología liberal revolucionaria, además de impedir, o al menos obstaculizar, la actuación de las entidades públicas en este ámbito a partir del momento de la promulgación del Decreto-ley, consiguió que se recogiese en él la obligación del Estado de enajenar, arrendar o abandonar determinadas obras ya construidas y gestionadas por la misma Administración. En efecto, el artículo 15 de la citada disposición establecía que “el Gobierno presentará a las Cortes un proyecto de Ley fijando individualmente las obras que en adelante tomará a su cargo dentro de cada servicio público, y especificando de las ya construidas: 1.1, las que conserva bajo su dominio; 2.1, las que enajena por venta; 3.1, las que se propone arrendar, ya para su conservación, ya para su explotación; 4.1, las que conviene abandonar a las Provincias o Municipios”[65].

Este precepto se desarrolló por Orden de 15 de abril de 1870 que ordenó el abandono por el Estado de varias carreteras paralelas a los caminos de hierro de la época, recogidas en la relación adjunta, concediéndose su explotación a las Diputaciones, Ayuntamientos y particulares que lo solicitasen. Según García Ortega este abandono obedeció a una doble causa: por un lado, al convencimiento de que una vez “establecido el ferrocarril, la carretera quedaba inútil, al menos en los tramos mas afectados”; por otro, al principio ideológico de libertad absoluta en las obras públicas, contenido en el Decreto-ley de 14 de noviembre de 1868, ya explicado anteriormente. No obstante, a pesar de que ciertas Corporaciones Locales solicitaron y obtuvieron una llamada “concesión” de tramos de carreteras abandonadas por el Estado, la intención del Gabinete liberal fracasó[66], hasta el punto de que, como resaltó Escriche, “el Gobierno, sin esperar a que se lo pidiesen, abandonó varias secciones de carretera, y por orden de 28 de Marzo de 1873, excitó el celo de los Ayuntamientos y Diputaciones para que se hiciesen cargo de las carreteras abandonadas”[67].

2.3. La moderación durante la Restauración monárquica

Este régimen legal va a cambiar con el regreso de la Monarquía borbónica. La caída de la I República en enero de 1874 tras el golpe de Estado del general Pavía terminó con los ideales democráticos revolucionarios que triunfaron en 1868. En diciembre de ese mismo año, a raíz del pronunciamiento militar de Martínez Campos en Sagunto, se proclama Alfonso XII como nuevo Rey de España.

El 29 de diciembre de 1876 se aprueba por las Cortes la Ley que establece las nuevas bases en materia de obras públicas, distintas a las recogidas en el Decreto-ley de 1868, a las que se deberían ajustarse la posterior legislación sobre obras de interés público. Al año siguiente se promulga la Ley General de Obras Públicas (LGOP) de 13 de abril que desarrolló dichas bases. La Base 3 de la Ley de 1876 establecía los distintos sistemas de ejecución que podían adoptarse: “Podrán construir y explotar obras públicas el Estado, las provincias y los Municipios, bien por Administración o por contrata. También podrán hacerlo los particulares o compañías mediante concesión con arreglo a lo que prevengan las leyes”. Por consiguiente, se admitía tanto la técnica directa como la indirecta a la hora de realizar la obra, rigiendo el principio del contratista interpuesto, si bien con ciertas variaciones respecto la legislación del 68.

El artículo 3 de la LGOP reconocía, en concordancia con la anterior Base 3, la posibilidad de que el Estado, las Diputaciones Provinciales, los Municipios y los particulares pudiesen ejecutar una obra pública[68]; los artículos 25 y 27 de la Ley General especificaban claramente cuál de los anteriores métodos de ejecución debía aplicarse como regla general en las obras costeadas por el Estado; y los artículos 39 y 48 de la misma norma admitían idénticos criterios para las obras provinciales y municipales, al remitir expresamente a lo previsto para las obras estatales[69]. En efecto, el artículo 3 se decantaba por la contrata en detrimento de la ejecución directa[70]: “El Gobierno podrá ejecutar las obras de cargo del Estado por administración o por contrata. El primer método se aplicará únicamente a aquellos trabajos que no se presten a contratación por sus condiciones especiales, o porque no puedan fácilmente sujetarse a presupuestos por predominar en ellos la parte aleatoria, o por otra cualquier circunstancia”. Y el artículo 27, respecto la fase de explotación o gestión de una obra estatal, consagraba similar principio: “Cuando las obras que hubiere ejecutado el Estado puedan ser objeto de explotación retribuida, se verificará esta por contrata mediante subasta pública, excepto en los casos en que por circunstancias especiales se declare la conveniencia de que el Gobierno la tome a su cargo. Esta declaración se hará por Decreto expedido por el Ministerio de Fomento, oída la Junta Consultiva de Caminos, Canales y Puertos y la Sección de Fomento del Consejo de Estado”[71]. Por tanto, la construcción y explotación de una obra pública debía hacerse a través del método de la contrata, esto es, mediante un particular que se encargase de realizar o gestionar la obra. Solamente en los supuestos que mencionan los anteriores preceptos se podía ejecutar la obra directamente por la propia Administración. Solo cuando concurriesen circunstancias especiales que aconsejasen la ausencia de contratista alguno podía el Estado aplicar dicho método, pero era necesario que tales hechos habilitantes y legitimadores de tal decisión se justificasen expresamente por el Ministro de Fomento, y se dictasen, con carácter previo, los informes o dictámenes pertinentes de la Junta Consultiva de Caminos, Canales y Puertos, del Ingeniero que redactó el proyecto y del Jefe de la provincia o servicio correspondiente, cuando el fin del contrato fuese la realización de la obra, y los informes de dicha Junta consultiva y del Consejo de Estado (concretamente de su Sección de Fomento), cuando el fin era la explotación de la obra ya construida antes por el Estado[72]. Así pues podemos afirmar el carácter absolutamente excepcional del método de “administración”, al requerirse tanto la existencia de los presupuestos de hecho habilitadores como la motivación de esa elección y la emisión de los preceptivos dictámenes anteriormente citados.

No obstante, esta regulación legal no significó que subsistiera el principio del contratista interpuesto tal y como existió durante el periodo revolucionario liberal, ya que a partir de la Restauración borbónica dicho principio se “moderó” al instaurarse un régimen en materia de ejecución de obras públicas más próximo al nacido con el Real Decreto de 10 de octubre de 1845 que al vigente tras la Revolución del 68. Y ello es así, porque, entre otras razones, a pesar de la contundente prioridad legal por el sistema de ejecución indirecta y de las cautelas y requisitos exigidos para adoptar el método de “administración”, observamos que las autoridades administrativas competentes en esta materia gozaban de un considerable margen de discrecionalidad para decidir uno u otro sistema de ejecución en cada caso concreto, pues los supuestos de hecho que permitían elegir la ejecución directa no estaban suficientemente delimitados en la Ley (“por sus condiciones especiales”, “por circunstancias especiales”), y menos aún, eran casos tasados, sino que se estableció un “numerus apertus”, (“o por cualquier otra cualquiera circunstancia”), que otorgaba a la Administración importantes facultades de apreciación y decisión discrecional, respetando, eso sí, las formalidades procedimentales y demás requisitos legales ya mencionados.

Por otra parte, la LGOP, en su artículo 26, enumeraba tres opciones posibles de remunerar al particular que contrataba una obra pública con el Estado: “El Gobierno podrá contratar las obras públicas que sean de su cargo: 1.1 Obligándose a pagar el importe de las obras a medida que los trabajos se vayan ejecutando en los plazos y con las formalidades que se determinen en las cláusulas especiales de cada contrato, y en las condiciones generales que deben regir en todos los referentes a este servicio. 2.1 Otorgando a los contratistas el derecho de disfrutar por tiempo determinado del producto de los arbitrios que se establezcan para el aprovechamiento de las obras, según lo dispuesto en el art. 24 de la presente ley. 3.1 Combinando los dos medios expresados.”

La primera de ellas es una de las formas clásicas del pago que se realizaba al contratista, al empresario que concertaba con la Administración una “contrata”. La segunda, sin embargo, fue un modo típico, utilizado en diversas etapas históricas, con ligeras variantes, para retribuir al particular que convenía con el Estado la ejecución de un obra pública, mas no mediante la figura de la “contrata”, sino a través de la institución concesional. En efecto, si consideramos a la “contrata” un antecedente del actual contrato administrativo de obra pública (como ya hemos puesto de relieve anteriormente), la labor del contratista finalizaba con la entrega, en las condiciones pactadas en el contrato y acorde al pliego de condiciones particulares, al órgano público contratante de la obra ejecutada, sin percibir con posterioridad arbitrio, tasa o precio alguno por la gestión o uso de la obra ya construida, pues su prestación contractual se limita solamente a la fase de ejecución de la misma, y no, además, a su posterior explotación[73]. La gestión o explotación de una obra ya realizada es cometido propio del particular que acordaba con la Administración gestionar la obra, (o el servicio público creado a raíz de la realización de esa obra), o bien, que acordase también la previa construcción o reparación de esa obra que luego explotaría. En ambos supuestos la institución aplicable es la concesión, de servicio público, en el primero de ellos, y de obras, en el segundo, pero no la “contrata”. Por tanto, en estos casos realmente no existe un contratista propiamente dicho, sino, en todo caso, un “contratista de explotación”, o más correctamente, un concesionario de obras o de servicios públicos. Esta interpretación también se basa en lo establecido en el artículo 28 de la misma norma, interpretación igualmente aplicable, por otra parte, al tercer párrafo del artículo 26[74].

Además del método de la contrata, la Administración decimonónica empleaba otro sistema de ejecución indirecta de las obras de interés público: la concesión. Como ya indicamos, la Base 3 de la Ley de 29 de diciembre de 1876 reconocía la posibilidad de que la iniciativa privada construyese y explotase dichas obras, con la previa concesión administrativa pertinente. Y la Base 11 y siguientes de la misma norma especificaba las características esenciales de cada clase de concesión de obra pública.

En realidad, la Ley de 1876, y también la posterior LGOP, atribuyeron a los particulares la facultad de ejecutar dos tipos de obras, facultad que estaría sometida a diferentes requisitos legales en función precisamente de la naturaleza jurídica de ambos tipos. Así, las primeras eran las obras de interés privado, que no afectaban ni ocupaban dominio público alguno, y tampoco requerían el uso de la institución de la expropiación forzosa. Respecto a estas obras, se consagraba la máxima libertad posible para su realización, con las únicas limitaciones que exigieran los reglamentos de policía, según establecían la Base 10 de la Ley de 1876 y el artículo 52 de la LGOP[75]. El segundo tipo de obras que podían llevar a cabo las personas físicas o jurídicas eran las de interés general, es decir, las obras públicas. En estos casos sí era necesario solicitar y obtener la previa y correspondiente concesión, que la otorgaba el Gobierno, el Parlamento o las Corporaciones Locales, dependiendo de la clase de obra que fuese. Por consiguiente, solo en los supuestos en que una obra se calificase como “pública” fue preceptiva la petición (y su posterior aprobación) por el particular del título administrativo habilitante para ejecutar esa obra: la concesión. Ahora bien, si ello era así, debemos exponer dos cuestiones. Por un lado, las obras que se consideraban “públicas” en aquel tiempo, y por tanto, susceptibles de ser construidas y gestionadas por los ciudadanos, con los requisitos ya apuntados. Y por otro, si los empresarios privados podían ser concesionarios de cualquier obra pública o, por el contrario, exclusivamente de algunas.

Respecto de la primera cuestión, la Base 1 de la Ley de 1876 y el artículo 1 de la LGOP definieron las obras de interés público. Este último precepto complementa la mencionada Base, incorporando una enumeración de dichas obras: “Para los efectos de esta ley se entiende por obras públicas las que sean de general uso y aprovechamiento, y las construcciones destinadas a servicios que se hallen a cargo del Estado, de las provincias y de los pueblos. Pertenecen al primer grupo: los caminos, así ordinarios como de hierro, los puertos, los faros, los grandes canales de riego, los de navegación y los trabajos relativos al régimen, aprovechamiento y policía de las aguas, encauzamiento de los ríos, desecación de lagunas y pantanos y saneamiemto de terrenos[76]. Y al segundo grupo los edificios públicos destinados a servicios que dependan del Ministerio de Fomento”[77].

Por su parte, la doctrina ha puesto de relieve la característica esencial que determina la calificación de un obra como pública: el destino o fin al que van a servir[78]. Pero, a nuestro juicio, existió también en la normativa decimonónica otro elemento importante que se encuentra en íntima relación con el mismo concepto de obra pública, y que, asimismo, destacados juristas subrayaron: la ejecución indirecta de la obra[79]. En efecto, conviene recordar que a partir de la segunda mitad del siglo XIX la inmensa mayoría de las obras de interés general se realizaron por los particulares, a través de la contrata o de la concesión, aplicándose el método de “administración” en escasas ocasiones, como vimos. Por ello, no es de extrañar que, siendo precisamente esa época, por un lado, una de las fases históricas de mayor impulso en la ejecución de obras públicas,  y, por otro, el momento de formación del propio concepto de obra pública, este se viese influido por todas las instituciones jurídicas presentes en dicha ejecución, y en especial, la contractual y la concesional.

En cuanto a si los particulares estaban capacitados legalmente en aquel tiempo para ser concesionarios de cualquier obra pública, el artículo 7 de la Ley de 1877 estableció: “Pueden correr a cargo de particulares o compañías, con arreglo a las prescripciones generales de esta ley y a las especiales de cada clase de obras: 1.1 Las carreteras y los ferrocarriles en general.-[80] 2.1 Los puertos.- 3.1 Los canales de riego y navegación.- 41.1 La desecación de lagunas y pantanos.- 5.1 El saneamiento de terrenos insalubres”. Y el artículo 53 de la misma disposición decía: “Los particulares y compañías podrán construir y explotar obras públicas destinadas al uso general y las demás que se enumeran en el artículo 7.1de esta ley, mediante concesiones que al efecto se les otorguen.”

De la redacción de estos dos preceptos y del citado artículo 1 podemos formular varias conclusiones. En primer lugar, los casos del artículo 7 son prácticamente los mismos que los enumerados en el primer grupo de obras públicas del artículo 1. En segundo término, hemos de indicar que el artículo 53 no contradice en el fondo lo establecido en el artículo 7, ya que este último, por una parte, hace una remisión expresa a las demás disposiciones de la LGOP en este tema (y a las especiales de cada tipo de obra, si las hubiere), y por otra, la enumeración de obras públicas pertenecientes al primer grupo del artículo 1, que recoge tanto este como el artículo 7, no excluye que puedan existir otras obras posibles integrantes en ese grupo, “de general uso y aprovechamiento”, y, por tanto, públicas. Es decir, no son supuestos tasados, sino que se trata de una enumeración de obras de esa clase, completa, eso sí, pero meramente descriptiva y ejemplificativa. Por ello el artículo 7 permite que la iniciativa privada ejecute “obras públicas destinadas al uso general y las demás que se enumeran en el artículo 7 de esta ley”.

Y en último lugar, interpretando conjuntamente los tres preceptos mencionados en el sentido expuesto, y en especial el artículo 53, debemos concluir que el ciudadano decimonónico solo podía ser concesionario de las obras públicas que formaban el primer grupo del artículo 1 de la LGOP, esto es, las de “general uso y aprovechamiento”, mas no de “las construcciones destinadas a servicios que se hallen a cargo del Estado, de las provincias y de los pueblos”. Esta afirmación, estimamos que es la única posible, porque las obras del primer grupo sí eran susceptibles de ejecución por los particulares mediante la técnica concesional, al poder ser construidas y ulteriormente explotadas por ellos mismos, al contrario que las obras públicas del segundo grupo, las cuales, tras su construcción, nunca podían ser consideradas como un servicio de contenido económico, un negocio objeto de gestión y explotación por una empresa privada, pues esas construcciones estaban destinadas, en aquel momento, a los servicios dependientes del Ministerio de Fomento, en el caso del Estado, y a los correspondientes servicios administrativos y técnicos provinciales y municipales, en el caso de las Corporaciones Locales. Por consiguiente, al no existir todavía como independiente la concesión de servicio público u otra fórmula legal semejante a las actuales previstas para estos supuestos, y, de esa forma, la única concesión existente entonces era la de obra pública, que, como sabemos, incluye tanto la construcción de la obra como la subsiguiente explotación de la misma, el particular no podía ejecutar dichas obras a través de la figura concesional, sino, exclusivamente, mediante la contrata, limitándose así la actuación del ciudadano a la fase de construcción o reparación, no habiendo posterior gestión o explotación privada alguna[81].

Diez años más tarde, el Real Decreto de 12 de noviembre de 1886 fijó los trámites para autorizar la ejecución de obras por administración y para llevar a cabo las de nueva construcción, reparación y conservación de edificios del Estado o de cualquier otra clase. Esta disposición continuó la tendencia expuesta de sus predecesoras consagrando el principio del contratista interpuesto, al considerar que deben prevalecer los sistemas de contrata y concesión sobre el de “administración” para la ejecución de las obras públicas[82].

2.4. A título conclusivo: la admisión del principio en la doctrina de la época

Los juristas del siglo XIX y primeros del XX ensalzaron o criticaron este principio, no solo en función de su ideología, sino también, fundamentalmente, en aras de la respectiva situación histórica objeto de su análisis. Así, la opinión de la doctrina de mitad del siglo XIX no coincidió, en términos generales, con la de finales del mismo siglo.

Colmeiro recoge las tesis de los autores de la primera mitad del XIX sobre las ventajas e inconvenientes de los diversos métodos de ejecución de obras de interés general. En relación con el sistema concesional, y refiriéndose a la situación existente en 1845, año en que, como sabemos, se promulgó la Instrucción para promover y ejecutar las obras públicas, estableciéndose así la prevalencia del método de la ejecución indirecta frente a la directa, afirmó: “Este sistema se ha reputado hasta aquí subsidiario de la ejecución directa por el estado, a la cual se dio la preferencia, siempre que la opción entre ambos fue posible. La ejecución directa (decían) aventaja a la indirecta en que la construcción es más sólida y la obra más duradera. La aparente economía con que halagan y seducen las empresas, se convierte en mayor gasto considerando la necesidad de frecuentes reparaciones. Por otra parte el Gobierno no aspira a realizar las ganancias que una empresa, y así después de amortizar el capital o cubrir sus intereses, renuncia a todo gravamen, como no sea de rigor para atender el gasto diario de conservación y entretenimiento”[83].

Sin embargo, otro autor de principios de siglo, Posadade Herrera, no elogió claramente las “virtudes” del método de “administración”, sino que adoptó una posición ecléctica: “Hay dos medios comocidos para construir una obra pública de cualquiera clase que sea; el 1.1construirla el gobierno por sí, haciendo los gastos necesarios al efecto; y el 2.1sacar la construcción a pública subasta adjudicándola a la persona que la haga más barata y con mejores condiciones. Ambos medios ofrecen sus ventajas respectivas. La construcción por el gobierno ofrece la confianza, que no pueden menos de dar sus funcionarios, de la solidez mayor con que se ejecutan las obras. Al contrario, cuando se hacen por un particular, el empresario está interesado en su pronta conclusión y no tiene interés en dilatarla meses y años, como suelen tenerle las personas a quienes el gobierno encarga esta dirección. Así hemos visto una porción de obras públicas en España, a las cuales se ha dado principio hace muchos años y hasta ahora no se han visto concluidas, después de haberse gastado en ellas grandes cantidades. Así cada uno de estos medios tiene sus ventajas y sus inconvenientes y según los casos que se presenten, según la topografía del país, la necesidad de los caminos y otros datos, así tendrá ventajas construirle por contrata o hacerlo el gobierno por administración”[84].

Respecto de la formulación radical del principio en la legislación promulgada tras el triunfo del movimiento revolucionario liberal en 1868, la mayoría de la doctrina criticó esta regulación por considerarla excesivamente idealista, confusa y transitoria. Manuel Colmeiroperteneció a esta corriente[85]; y también Alzola se sumó a los sectores más detractores del Decreto-ley de 14 de noviembre de 1868[86]. No obstante, en aquellos momentos, la Revista de Obras Públicas, órgano del Cuerpo de Ingenieros de Caminos, aplaudió calurosamente las premisas y el articulado del Decreto-ley: “El art. 11 es la libertad completa en las obras públicas, el radicalismo en toda su pureza. Los ingenieros ensalzarán esta medida lógica, racional, consagración de un derecho legítimo del individuo. La intervención del Gobierno en las que afectan al dominio público o a la propiedad privada queda reducida a sus justos y naturales límites suprimiéndose la presentación del proyecto facultativo”[87].

En cuanto a la regulación del principio contemplada en la normativa de 1877, Santamariade Paredes defendió la conveniencia de extender la institución concesional, pues las obras públicas “en buenos principios deben verificarse por particulares, ya que no es misión del Estado ser constructor ni debe ejercer ninguna industria como la necesidad no se imponga, según hemos dicho repetidas veces”[88]. En idéntico sentido, respecto la fase de gestión de la obra, se manifestó Alcala-Zamora, para quien la LGOP y su Reglamento de 1877 “indican el pensamiento que en la práctica era y ha sido realidad, de preferir la explotación por concesionario a la gestión directa…”[89]. Así mismo, Alcubilla, tras destacar las dificultades financieras y políticas de algunos Ayuntamientos a finales del siglo pasado al no poder construir caminos de interés exclusivo para varios pueblos, alaba el uso de la técnica concesional para solucionar ese problema[90].

En definitiva, la doctrina decimonónica, en general, aceptó el principio del contratista o concesionario interpuesto a partir de su propia y contundente consagración legal en 1845, si bien, en todo caso, con un talante moderado, ajeno a las tesis extremistas de los liberales del 68. Por tanto, podemos concluir que la mayoría de nuestros juristas de esa etapa histórica admitieron e, incluso, fomentaron este principio en la ejecución de las obras públicas, acorde con la legislación vigente en cada momento, salvo, como hemos visto, durante el paréntesis revolucionario, en el que se produjo un notable “divorcio” entre doctrina y legislación, aunque por poco tiempo, porque esa “comunión” fue reestablecida al reinstaurarse la Monarquía borbónica y dictarse la completa normativa de 1877 sobre la materia.

CONCLUSIONES

El Derecho administrativo español actual es heredero del Derecho decimonónico. Uno de los principios generales del ordenamiento administrativo que preside la gestión de la generalidad de las prestaciones públicas (obras y servicios públicos, relevantemente) es el principio del contratista o concesionario interpuesto, esto es, la preferencia por la ejecución o gestión indirecta, y no la directa por la propia Administración pública.

La génesis del principio jurídico radica, sin duda, en el liberalismo imperante en el siglo XIX. Pero su consagración legislativa, aun siendo netamente liberal, no fue constante y homogénea, sino que se explica por la misma evolución histórica del Estado liberal español durante el periodo decimonónico.

En todo caso, el reinado de este principio jurídico constituye el pilar sobre el que, en gran medida, se asienta el régimen jurídico del contrato administrativo de obras y la concesión administrativa de obras y servicios públicos, instituciones esenciales en el Derecho administrativo, decimonónico y, en menor medida, actual.

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[1]Obsérvese que no se trata de los servicios públicos, respecto de los que el Proyecto continúa reconociendo implícitamente la discrecionalidad administrativa en cuanto a la elección del modo de gestión –directa o indirecta- de estos servicios. Explícitamente, la Exposición de Motivos así lo declara: “…Por otra parte, debe señalarse que los poderes públicos siguen teniendo libertad para prestar por sí mismos determinadas categorías de servicios, en concreto los servicios que se conocen como servicios a las personas, como ciertos servicios sociales, sanitarios, incluyendo los farmacéuticos, y educativos u organizar los mismos de manera que no sea necesario celebrar contratos públicos, por ejemplo, mediante la simple financiación de estos servicios o la concesión de licencias o autorizaciones a todos los operadores económicos que cumplan las condiciones previamente fijadas por el poder adjudicador, sin límites ni cuotas, siempre que dicho sistema garantice una publicidad suficiente y se ajuste a los principios de transparencia y no discriminación….”

[2] LEROY BEAULIEU, en “L’Etatmoderne et sesfonctions”, libro VI, capítulo I, citado por ALCUBILLA (Diccionario de la Administración Española, tomo XI, voz “Obras Públicas”, 1923, p. 738).

[3] FERNANDEZ RODRIGUEZ, T.R., destaca cómo instituciones fundamentales del ordenamiento jurídico administrativo, no sólo en aquella época, sino incluso en la actualidad (por ejemplo, el instituto expropiatorio, la responsabilidad patrimonial de la Administración, las servidumbres administrativas, etc.), fueron moduladas y afectadas por la normativa de obras públicas existente en el siglo XIX, debido a las exigencias que la ejecución de las obras planteó y a los problemas que su explotación suscitó. Vid. “Las obras públicas”, RAP n1 100-102, 1983, p. 2427 y ss..

[4] El término “Obras Públicas” no se utilizó en España hasta mediados del siglo XIX, como ha subrayado ALZOLA Y MINONDO, P.: “En el Antiguo Régimen, antes de la aparición del Estado liberal, se denominaban Obras Reales, pues era el rey a quien competía la decisión de realizarlas.” Historia de las Obras Públicas en España, 1899, Madrid, ediciones Turner, edición de 1979, p. 13.

[5] Las rutas de comunicaciones tuvieron un papel relevante en las decisiones de los Emperadores romanos, porque se sirvieron de las existentes en la Península con anterioridad a su conquista, mejorándolas, pavimentándolas, haciéndolas más aptas para el tráfico, es decir, transformándolas en calzadas. Tres fueron las razones principales de esa política de fomento de las comunicaciones terrestres. La primera era de orden público, con el fin de garantizar y proteger adecuadamente el tránsito por aquellas vías de los ataques de bandidos y salteadores. La segunda obedeció a intereses comerciales y económicos, pues las autoridades romanas deseaban comunicar entre sí las distintas zonas de producción de materias primas, y, a su vez, enlazar éstas con los grandes centros de comercio y distribución de mercancías. Y en tercer lugar, el objetivo político-militar también influyó en esa mejora de las vías, al permitir un más rápido desplazamiento de las legiones para sofocar las diversas revueltas que se producían en los países conquistados. En la misma línea se han manifestado ALZOLA (op. cit., p. 58) y Marcelo VIGIL (obra colectiva “Historia de España Alfaguara”, Vol. I, “Condicionamientos geográficos. Edad Antigua”, Alianza Universidad, 7 edición, Madrid, 1981, p. 314 y ss.), entre otros autores.

[6] ALZOLA, op. cit., p. 73.

[7]Vid. “Las técnicas administrativas del fomento y de apoyo al precio político”, RAP n1 14, 1954, pp. 16 y 17.

[8] Respecto el “portazgo”, GARCIA ORTEGA, P., señala que “con los variados nombres de portazgo, pontazgo, barcage, pontaje, peaje, peazgo, roda, castillería, montazgo, villazgo, asadura, borra, guarda, etc., se aludía en la Edad Media a lo que se pagaba por el paso de carros, bestias, ganados y personas, por determinados caminos, ríos, canales, montes y otros parajes, y también al derecho o privilegio, de cobrar ese impuesto, o gabela en muchos casos, de naturaleza feudal o de realengo.” Historia de la legislación española de caminos y carreteras, Servicio de Publicaciones del MOPU, Madrid, 1982, pp. 38 y ss..

[9] Así lo reconocen VILLAR PALASI y ALZOLA, en sus últimas obras mencionadas, pp. 17 y 87, respectivamente.

[10] Esa decisión ha sido criticada por ALZOLA, ya que, al desentenderse el Estado “de ejecutar las obras públicas a sus expensas, si la iniciativa particular ha de ser fecunda para sustituir a la acción del Poder, necesita de algún estímulo como justa remuneración de los desembolsos y en pago de los riesgos, rodeos y fatigas que con esta clase de trabajos se ahorraba a los trajinantes; así es que se reformó más adelante la pragmática autorizando el establecimiento de diversos impuestos para atender a tan perentorias necesidades”. Op. cit., p. 87.

[11] En opinión de VICENS VIVES, J., sólo ante determinados viajes de la realeza el Estado procedía a la reparación o mejora de los caminos (“una de las motivaciones fundamentales del mejoramiento de la viabilidad la proporcionaban los viajes de los reyes y príncipes”), resaltando, además, la decisiva influencia que en la ejecución de todas las obras publicas tenían las fases de alza y depresión en la economía española del siglo XVI. “Historia social y económica de España y América”, editorial Teide, Barcelona, 1958, tomo III, p. 182.

[12] Y añade: “Durante los siglos XVI y XVII la situación de los caminos en España fue deplorable por la nula atención de los poderes públicos tanto en lo referente a la apertura de nuevos caminos, como en lo tocante a la reparación y conservación de los existentes, salvo ocasionalmente en determinados tramos por necesidades de transporte de trenes de artillería o para hacer posibles, o menos incómodos, los viajes de Reyes o de personas de la Casa Real”. Historia…, op. cit., p. 37.

[13] ALZOLA destaca la actividad “prodigiosa” de Felipe II al dirigir personalmente aquél cúmulo de construcciones en el continente americano, contrastando curiosamente con el abandono en la metrópolis del Imperio español. Por otra parte, fue precisamente este monarca quien decidió la construcción de enormes e importantes palacios y monumentos, otorgándole una importancia extraordinaria, como lo prueba el hecho de que, según ALZOLA, al encomendar a Juan de Herrera la dirección de las obras palaciegas le estaba concediendo realmente una especie de Ministerio, cuyo exponente artístico más conocido ha sido, sin duda alguna, el famoso monasterio de San Lorenzo de El Escorial. Vid. op. cit., p. 197 y ss. y p. 258. Asimismo, VICENS reconoce los muchos miles de millones de ducados que gastó la Corona en construir palacios, edificios públicos y conventos con Felipe II. Vid. Historia…, op. cit., p. 186.

[14] VICENS justifica las obras de carácter militar en el siglo XVI tanto por las necesidades defensivas de la época (recordemos las continuas guerras que asolaban Europa, principalmente entre los reyes de España y Francia) como por los constantes ataques de la piratería procedente del Norte de África. Op. cit., p. 186,

[15]Vid. VICENS, Historia…, op. cit., pp. 185 y 186.

[16] ALZOLA, op. cit., p. 258.

[17] ALZOLA, op. cit., p. 41 y ss., y p. 157 y ss..

[18] ALZOLA, op. cit., p. 273 y ss..

[19] Así lo expone GARCIA ORTEGA al destacar que “en el siglo XVIII, pues, se hallan las raíces y antecedentes de los planes de Obras Públicas, en general, y de Carreteras, en particular, que habrían de estudiarse y formularse en el siglo siguiente”. Historia…, op. cit., p. 46 y ss..

[20] La política de este gobernante en materia de construcción y mejora de las vías de comunicación fue analizada por VICENS VIVES. Vid. Curso…, op. cit., pp. 517 y 518.

[21] GARCIA ORTEGA, Historia…, op. cit., p. 52.

[22] ALZOLA, op. cit., p. 334.

[23] VILLAR PALASI afirmó que será el Despotismo Ilustrado la época donde surgió “la idea de atribuir también como fin del Estado la función del fomento en la industria y a las obras de interés general… Es a consecuencia de los escritores políticos del siglos XVI y XVII, y concretamente de los escritos del Padre Mercado, de Sánchez de Moncada, de Ceballos, de Martínez de la Mata, Damián Olivares y, más tarde, del grupo de escritores constituido por Fernández Navarrete, Zabala, Ustariz, Ward, Capmany, Sempere y Guariños, etc., cuando se crea el ambiente favorable para concebir que, aparte de la función de seguridad, había también otros fines exclusivos, reservados al Estado”. Vid. “Las técnicas…”, op. cit., RAP n1 14, p. 22 y ss..

[24] VILLAR PALASI, J.L., op. cit., RAP n1 14, p. 16.

[25] Esta motivación personal del Emperador fue una de las causas (junto a las ya explicadas: garantizar el orden público, intensificar las relaciones comerciales y lograr un más rápida movilización del Ejército ante las frecuentes sublevaciones hispanas), que contribuyó, en cierta medida, a la realización de los numerosos caminos y puentes por los romanos.

[26] A pesar de esta finalidad político-militar, ALZOLA reconoció un balance muy positivo de la actividad del Imperio en este ámbito por la amplia red de calzadas que dejaron en España, “porque vinieron después otros pueblos conquistadores igualmente interesados en subyugar al país, que sin embargo, no supieron crear tales medios de prosperidad, ni dieron provechoso empleo, en tiempo de paz a la fuerza armada”. Vid. op. cit., pp. 58 y 59.

[27] Esta conclusión se puede deducir del estudio de VILLAR PALASI, antes señalado, pp. 16-18.

[28] Así lo subraya VILLAR PALASI, RAP n1 14, op. cit., pp. 20 y 21. ALZOLA también resalta este fenómeno, sobre todo, en el reinado de los Reyes Católicos, debido, fundamentalmente, al impulso e importancia que estos monarcas dieron a las obras públicas: “…mientras los Reyes Católicos ordenaron a los alcaldes y ayuntamientos tanto la construcción como la conservación de los caminos en sus respectivos términos jurisdiccionales bajo la vigilancia de los corregidores,… El Estado no las construye, pero a fin de aunar voluntades, a falta de Juntas, Hermandades o Diputaciones -con excepción de las regiones aforadas- y aún de funcionarios técnicos encargados de proyectarlas y dirigirlas, ejerce el Gobierno la inspección, aunque limita los desembolsos del Tesoro Real al auxilio de los gastos de fortalezas, murallas y ciertos edificios de carácter religioso”. Vid. op. cit., pp. 105 y 106.

[29] VILLAR PALASI, RAP n1 14, op. cit., p. 22.

[30] Cabría preguntarse si los numerosísimos portazgos, peajes, etc., existentes desde la Edad media para construir caminos, sobre todo, se podrían considerar como antecedentes (peculiares, tal vez) de las concesiones administrativas de obras públicas de los siglos XVIII y XIX, al construir el súbdito medieval el puente o camino con sus medios, otorgándole el Rey su posterior “explotación” a través del cobro de ese “tributo”.

[31] VILLAR PALASI, RAP n1 14, op. cit., p. 22.

[32] VILLAR PALASI, RAP n1 14, op. cit , p. 26.

[33] VILLAR PALASI, RAP n1 14, op. cit , p. 22.

[34] En aquel año se produjeron determinados sucesos que repercutieron notablemente en las políticas gubernamentales de todos los gabinetes decimonónicos de nuestro país. En septiembre de 1883 falleció Fernando VII, iniciándose así la primera guerra entre carlistas e isabelinos y la Regencia de María Cristina, madre de la futura Reina de España Isabel II. A partir de ese momento, los diversos movimientos liberales-progresistas y los grupos más conservadores o moderados se enfrentaron o “convivieron” a lo largo de todo el siglo, logrando imponer sus ideas en importantes sectores del ordenamiento jurídico español, incluido el de obras públicas, creando de tal manera una cierta inestabilidad o confusión en dichos ámbitos jurídicos.

[35] GARCIA ORTEGA, Historia…, op. cit., p. 60.

[36] MONEDERO GIL, J.I., Doctrina del Contrato del Estado, IEF, Madrid, 1977, p. 205.

[37] ORTIZ DE ZUÑIGA, M., Elementos de Derecho Administrativo, tomo III, Granada, 1843, pp. 148 y 149.

[38] ORTIZ DE ZUÑIGA citaba entre las reglas vigentes en aquél tiempo en esta materia las siguientes: “2. Si la obra ha de ejecutarse por contrata, debe añadirse…el pliego ó pliego de condiciones facultativas, que además del de condiciones generales hayan de observarse en las subasta…6. El presupuesto de gastos se forma por la diputación provincial y se remite á la dirección. Si se hacen por contrata, se ha de dar relación á esa autoridad superior del estado de las obras; y si se ejecutan por administración, se ha de acompañar además un estado de gastos”. Op. cit., pp. 159 y 160.

Además, toda la normativa inmediatamente posterior a dicha Instrucción consagró, como explicaremos más detenidamente en su momento, la diversidad de los métodos de realizar las obras públicas.

Por otra parte, sería absurdo, en cierta medida, que se permitiese a las Administraciones más cercanas al ciudadano (Ayuntamiento y Diputaciones Provinciales) ejecutar obras públicas a través de empresas interpuestas, y, en cambio, a una Administración más centralizada, más burocratizada, con infinidad de órganos y servicios administrativos, se le exigiese, en todo caso, la ejecución directa por sus propios medios materiales y personales. Y ello a pesar de que la Administración central, en principio, tiene más y mejores medios para ejecutar las obras, pero a cambio de esta ventaja posee (y más aún la Administración central decimonónica) el posible inconveniente de que se produzca un retraso, y por tanto una menor eficacia, en la ejecución de las obras, perjudicando así, no sólo el interés general que motivó la decisión nacional de realizar esa obra, sino también el interés público de los ciudadanos de ese Municipio, al verse indudablemente afectado por una demora o una incorrecta ejecución de las obras en su territorio.

[39] ORTIZ DE ZUÑIGA, op. cit., p. 150.

[40] La Real Orden de 14 de abril de 1836 aprobó el pliego de condiciones generales para las contratas de las obras públicas de Caminos, Canales y Puertos, confirmando así la existencia de empresas privadas que contrataban con la Administración de aquel tiempo la ejecución de obras de interés general. FERNANDEZ DE VELASCO afirmó que según lo establecido en la normativa aplicable en 1843 (diez años después de la promulgación de la mencionada e importante Instrucción de 30 de noviembre de 1833), “las obras podían realizarse por empresa, previo permiso del Gobierno y presentación de proyectos, en los cuales la Administración podía introducir las modificaciones que estimara pertinentes”.FERNANDEZ DE VELASCO, R., Los contratos administrativos, Madrid, 1 edición, 1927, p. 55.

[41] También la deficiente y dispersa normativa existente en aquellos años motivó, entre otras causas, un incumplimiento de la misma tanto por parte de un buen número de empresarios contratistas como por parte de algunos funcionarios de la Administración, como señala su propia Exposición de motivos, que es enormemente ilustrativa del estado de “ánimo” y de los fines del gobierno isabelino respecto la realización de las obras públicas: “Por desgracia algunos de sus promovedores, faltos de la necesaria experiencia, ó han desconocido las resoluciones á que debieran atenerse, ó suponiéndolas de poca importancia en su aplicación, sin duda llegaron á persuadirse de que podrían suplirlas con sus propias inspiraciones, con la rutina autorizada por la costumbre, con la aquiescencia y buena voluntad de los diversos agentes de la administración. Quizá la misma dificultad de consultar la parte dispositiva de un ramo tan importante, y los vacíos que en ella se encuentran, pudieron alimentar este error, ó hacerle parecer de menos trascendencia, á los que dirigidos por un celo más ardiente que ilustrado, consideran las reglas como una traba, para dejarse conducir únicamente por el sentimiento del bien que los anima en sus empresas. De aquí la facilidad con que se someten al examen y aprobación del Gobierno los proyectos menos conformes á los medios de ejecutarlos; la informalidad y escasa instrucción de los expedientes que han de preceder á su realización; las contestaciones que más de una vez turbaron la buena armonía de las autoridades administrativas y los ingenieros de provincia; las repetidas desavenencias entre los empresarios y los pueblos; la frecuencia con que por unos y otros se eluden ó se alteran las condiciones establecidas en sus contratas; y finalmente, los embarazos con que se tropieza para ajustar á las disposiciones vigentes del ramo de caminos, aquellas empresas cuya importancia empieza por alagar las esperanzas de los pueblos para ser en seguida destruidas con un amargo desengaño.”

[42] Realmente, si bien es cierto que antes de 1845 existieron tanto contratas como concesiones en esta materia, esta Instrucción es la primera norma que distingue y desarrolla ambas instituciones, ya que, anteriormente, incluso sus límites y características conceptuales no estaban suficientemente delimitados, cabiendo la posibilidad de producirse cierta confusión en determinadas ejecuciones privadas de obras públicas. Esta diferenciación permanecerá, en sus líneas fundamentales, hasta nuestros días, pues, a pesar de que la Ley de Contratos del Estado de 1965 sólo reguló el contrato administrativo de obra pública, el también entonces vigente Reglamento de Servicios de la Corporaciones Locales de 1955, en su artículo 114.2, sí contempla la clásica concesión de obras, al distinguirla del contrato de concesión de servicios públicos.

[43] En el mismo sentido se pronuncia MARTIN-RETORTILLO, S., al afirmar, respecto las obras hidráulicas, que “no parece haya inconveniente alguno en admitir que es la coyuntura política de cada momento la que determina el sentido que debe ofrecer la intervención del Estado en la ejecución de las obras de riego”. Asimismo, refiriéndose a esta clase de obras destaca que “pocos puntos como éste encontramos en los que, de modo tan visible, se den cita los distintos sistemas sostenidos acerca de la extensión que debe recibir la acción del Estado, ya que, como es sabido, en unas ocasiones se hace recaer el acento, precisamente, en la actuación del Poder público; en otras, en la de la iniciativa privada, no faltando supuestos en los que se extreman los postulados anteriores llegándose a prohibir que el Estado lleve a cabo realización de obra alguna, o incluso, se armonizan ambas, de modo más o menos intenso, haciendo entrar entonces en juego las distintas técnicas de fomento”. Y concluye: “Pues bien, en este sentido puede afirmarse que a lo largo todo el siglo XIX, en el fondo de todas las regulaciones que se establecen sobre el tema de la construcción de las obras hidráulicas, late con un vigor insospechado y con radicalidad extrema la tensión dialéctica que se deriva de los distintos enunciados políticos: consecuentemente, y según los casos, se adoptará una u otra de las soluciones expuestas, y ello con unos tonos realmente extremos, hasta el punto que determinar, en muchas ocasiones, el sentido que debe recibir la acción del Estado en materia de riegos, no es sino consecuencia directa e inmediata de las ideologías y postulados políticos que en cada momento se reconocen y afirman”. Aguas públicas u obras hidráulicas. Estudios jurídico-administrativos, Madrid, ed. Tecnos, 1966, pp. 21 y 22.

[44] VILLAR PALASI, op. cit., RAP n1 14, p. 26.

[45] Esta autor añade: “No quiero decir con ello que anteriormente no se empleara el sistema de contratas para la ejecución de obras públicas del Estado o de los municipios, pero sí que no era ni mucho menos la regla general. Durante todo el siglo XVIII y primera mitad del XIX, las obras se ejecutan de ordinario directamente por el Estado, mediante el sistema de prestación obligatoria de los pueblos, de los vecinos colindantes a los caminos, a los cuales se les impone la obligación de ejecutar, siempre bajo la cooperación y dirección real, determinadas partes de obra. Son obras ejecutadas por Administración y, en todo caso, con contratos de servicios de algunos oficios”. Teoría del equivalente económico en los contratos administrativos, IEA, Madrid, 1968, pp. 66 y 67.

[46] No hemos de olvidar la grave situación histórica acaecida en España en ese año: muere el monarca absolutista Fernando VII, comienza la primera guerra carlista, y el movimiento liberal burgués, en un principio, ni apoya al pretendiente don Carlos ni a la reina María Cristina. Más tarde, ante el temor de un posible triunfo del carlismo y del conservadurismo más reaccionario que impidiese definitivamente el resurgimiento del liberalismo, se produce un pacto entre los monárquicos partidarios de Isabel II y los liberales más moderados. En palabras de Miguel ARTOLA “en 1833 el conflicto armado entre isabelinos y carlistas determina a la reina María Cristina a realizar un rápida transformación del régimen para dar satisfacción a las aspiraciones de los liberales, única fuerza capaz de mantener a su hija Isabel en el trono”. Historia de España Alfaguara. Vol. V. La burguesía revolucionaria (1808-1874), Madrid, Alianza Editorial, 8 ed., 1981, p. 183 y ss… No obstante, amplios sectores liberales, descontentos con ese compromiso que se consagró en el Estatuto Real de 1834, continuaron luchando por sus ideales. Fruto de esas disputas fueron las políticas gubernamentales progresistas o moderadas que se sucedieron entre sí (la Constitución progresista de 1837 y la moderada de 1845 son un ejemplo de ello) hasta el triunfo final del radicalismo liberal en la Revolución de 1868 que acabó con el régimen monárquico isabelino. A esa corriente liberal moderada pertenecieron gobernantes de la talla de Javier de Burgos, Alejandro Olivan o Bravo Murillo, que iniciaron una verdadera política de fomento de los diversos sectores económicos y sociales del país en que el Estado podía actuar, entre los que se encontraba la realización de obras públicas.

[47]Como resalta FERNANDEZ RODRIGUEZ, “en los inicios de la España contemporánea la idea de fomento, con su trasfondo intervencionista, abre una primera brecha en el muro que ante ella levanta el tópico inhibicionista del liberalismo más radical… Late en todo ello una interpretación peculiar del ideario liberal -al que en absoluto se renuncia, aunque se contemple bajo el prisma de la tradición ilustrada-,…”. Op. cit., RAP n1 100-102, p. 2438 y ss.. En idéntico sentido, MARTIN-RETORTILLO, que, tras destacar la imposibilidad de formular una valoración uniforme de toda la normativa de la época decimonónica en materia de obras de riego, subraya: “En toda su primera mitad, y al margen de esa caracterización que pasa por real, está visto, por el contrario, el sentido y la creencia de que debe ser el Estado, en ejercicio de una tarea de auténtica promoción social y económica, el que de modo directo lleve a cabo la realización principal de las obras de riego.” Op. cit., pp. 22 y 23.

[48] Así lo recoge MARTIN-RETORTILLO, opcit.. 23.

[49] Además, el artículo 7 de este Real Decreto también posibilitaba la ejecución indirecta por los particulares mediante la institución concesional: “Las empresas promovidas por particulares, en tanto serán aceptables en cuanto la importancia y vasta extensión de las obras proyectadas exijan considerables sumas que la administración no se halle en estado de afrontar, pero que puede suplir ventajosamente por medio de concesiones.”

[50] Esta última afirmación (“… exigen mayor esmero, exactitud y vigilancia…”) parece esconder una desconfianza de la Administración decimonónica hacia el contratista o concesionario privado, en cuanto, al menos, duda de la correcta ejecución de ese tipo de obras por parte de un particular.

[51] Así se deduce del artículo 7 de la Instrucción antes reseñado.

[52] Como ha destacado ARIÑO “el sistema de concesión se venía empleando para la construcción de las grandes obras, como consecuencia obligada de la falta de medios financieros de la corona… El sistema es antiguo en nuestra patria. Varias cédulas de Carlos III y Fernando VI recogen pliegos concesionales mediante los que se concedieron nuestras primeras obras de canalización y regadíos. Posteriormente, el sistema se empleó en la construcción de ferrocarriles y en otras obras de envergadura”. Op. cit., pp. 67 y 68.

[53] Y añade que la titularidad administrativa de una obra pública “se mantiene tanto si la obra se realiza directamente por la Administración, como si se ejecuta mediante contratista interpuesto, puesto que, aún entonces, como nos consta, la Administración retiene siempre poderes sobre la obra que puede ejercitar en cualquier momento (singularmente, el iusvariandi)”. En suma, los dogmas del liberalismo constituyeron en aquella época “un obstáculo o, al menos, un foco permanente de tensión en lo que se refiere a la acción administrativa en esta materia…. Los prejuicios liberales contrarios a la actuación del Estado… siempre estuvieron latentes y, aún en los periodos de menor radicalismo, nunca se manifestaron dispuestos a conformarse voluntariamente con menos que con la exigencia de un concesionario interpuesto…”. Op. cit., p. 2449 y ss.. En idéntico sentido, aunque en relación solamente con la prestación de servicios públicos, se pronuncia LOPEZ PELLICER, para quien la institución concesional surgió “como fórmula arbitrada por la concepción liberal para armonizar y conciliar la abstención del Estado en materia económica -puesto que el mismo no podía ser empresario- con la necesidad real de intervenir para asegurar la prestación adecuada de los servicios públicos económicos….La solución para conciliar ambas exigencias, en sí mismas antagónicas (liberal, desde el punto de vista ideológico y político, e intervencionista, desde el punto de vista administrativo y real) será la de que la Administración pública asuma la titularidad de ciertos servicios públicos de naturaleza económica, para legitimar su intervención en orden a garantizar su prestación regular y continua, pero sin realizar ella misma la gestión de tales servicios, sino un particular empresario a quien, según normas y condiciones prefijadas, se le otorgue esta gestión y explotación del servicio mediante la fórmula concesional (principio del concesionario interpuesto)”. “La concesión administrativa en general”, en la obra colectiva Servicios, obras y dominio público, coordinada por J.A. López Pellicer y J. L. Sánchez Díaz, IEAK, Madrid, 1976, p. 15.

[54] Este jurista, tras señalar la dureza de las condiciones de la contratación administrativa tradicional decimonónica para los contratistas, debido, fundamentalmente, a la aplicación del principio de riesgo y ventura, destaca que, entre otros principios, el de desconfianza del Estado hacia sus propios agentes contribuyó al mantenimiento de esas condiciones leoninas para el contratista, pues existía “el convencimiento, por parte de la Administración de que, no obstante esas duras condiciones, el contratista tenía posibilidades de obtener ganancias en las obras porque en sus proyectos y presupuestos la Administración nunca consigue la perfección de que es capaz un contratista privado, porque éste, al estudiarlos, siempre encuentra buenos sistemas de realización y dispone de medios adecuados que le abaratan los costes”. Op. cit., pp. 127 y 128.

[55] En esta línea se pronuncia también ARIÑO ORTIZ, al exponer “la urgente necesidad que el Estado siente de elevar el bienestar de la sociedad, de construir caminos, de desarrollar las obras de regadío, las comunicaciones, el comercio; en una palabra, de alumbrar una Administración eficaz que promueva la riqueza económica y la prosperidad nacional.” Continúa ARIÑO con las siguientes palabras: “Pues bien, para todo ello es necesario mover a la sociedad, provocar el espíritu de empresa, capaz de sacar adelante las obras y los servicios públicos. Se hace necesario, en un momento en que comienza la expansión de las obras públicas, ofrecer alicientes a los contratistas, asociándolos a la tarea estatal y compartiendo sus riesgos, aunque a costa de ello quiebren dogmas o principios tradicionales”. Op. cit., pp. 75 y 76.

[56] BARRERO GARCIA, A.M., afirma que este monarca impulsó “la realización de obras públicas que redundaban en beneficio tanto de la agricultura como de las relaciones comerciales, en especial, la construcción de caminos y puentes y la realización de canales de navegación y regadío, pantanos y obras de contención de inundaciones”, citando las órdenes circulares del Consejo Real de 14 de julio de 1815 y de 15 de septiembre de 1828, además de la R.O. de la Secretaría de Estado de 20 de octubre de 1831, en relación con la construcción de caminos. Sin embargo, esta autora resalta que ante la insuficiencia de los fondos públicos se estimuló la actuación de entidades públicas y particulares. Así, por R.O. de 19 de mayo de 1816, Fernando VII, “desengañado de que el Tesoro público rara vez se hallará con sobrantes para emprender las obras de riego y de que las que se costean por el Gobierno se resientan comúnmente de la falta de interés individual de sus agentes inmediatos, he tenido a bien excitar el celo e interés de los Ayuntamientos, cabildos, eclesiásticos y sujetos particulares nacionales o extranjeros para que acometan estas empresas en la inteligencia de que renunciaré en su favor las utilidades que resultarían de la Corona, costeando de su cuenta dichas obras”. “Materia administrativa en el reinado de Fernando VII”, Anuario de Historia del Derecho Español n1 52 (LII), 1983, pp. 413 y 414.

Respecto los contratistas de carreteras, las Reales Ordenes de 4 y 6 de junio de 1785 y la de 5 de abril de 1805 atribuyeron determinados beneficios a estos contratistas, confirmados luego por la R.O. de 20 de octubre de 1831 y la Ley General de Obras Públicas de 1877.

[57] Incluso 40 años más tarde, la exposición de motivos de una norma de la época, el Real Decreto de 16 de septiembre de 1886, reconoció ese origen económico: “El Estado no tiene hoy, ni tendrá jamás, fuerzas económicas suficientes para emprender a la vez todas las obras públicas que demanda para su progreso los intereses generales del país…”

[58] Un autor contemporáneo de esa norma como Manuel COLMEIRO así lo afirma: “Las empresas son un medio expedito de convertir el interés particular en beneficio público, cuando la importancia y la extensión de un proyecto exigen sumas considerables que la administración no se halla en estado de afrontar, pero que puede suplir ventajosamente por el sistema de concesiones”. Derecho Administrativo Español, tomo segundo, Madrid, 4 ed., 1876, p. 55. Décadas después lo postula GARCIA OVIEDO, C, refiriéndose a las causas de la concesión de obras: “En síntesis no son otras que un interés público económico. La creación de ciertos servicios públicos suele originar gastos cuantiosos y exige una administración especial y difícil. Muchos de ellos aparecen dominados por la nota aleatoria, propia de toda empresa nueva y que por su naturaleza está llamada a alcanzar grandes proporciones. La creación de estos servicios por la Administración impone al país un sacrificio importante, al Estado un intenso esfuerzo administrativo, y amenaza a la Hacienda con una grave carga”. Instituciones de Derecho Administrativo, tomo I, Sevilla, 1927, pp. 299 y 300. Y también la doctrina más contemporánea como BERMEJO VERA, J. (Régimen jurídico del ferrocarril en España (1844-1974, ed. Tecnos, Madrid, 1975, p. 39), RODRIGUEZ DE HARO RODRIGUEZ DE HARO, F., “La concesión administrativa de servicios (Reseña histórica)”, Revista de Estudios de Vida Local nº 203, 1979, pp. 464 y 465), MESTRE DELGADO, J.F. (La extinción de la concesión de servicio público, Madrid, ed. La Ley, 1992, pp. 23, 24 y 150) y DOMINGUEZ-BERRUETA DE JUAN, M. (El incumplimiento en la concesión de servicio público, Madrid, ed. Montecorvo, 1981, pp. 24, 25 (nota 5) y 192).

[59] ALZOLA así lo reconoce al afirmar que en 1867 “para construir las del Estado (se refiere a las obras), se podían seguir dos procedimientos: el de costearlas por el Tesoro, por empresas concesionarias o particulares. En el primer caso se ejecutaban generalmente por contrata, sujeta a la medición de obras y al pago con arreglo a un cuadro de precios afectados de la rebaja obtenida en la subasta, empleándose el sistema de administración en algunas cimentaciones y obras hidráulicas difíciles de vigilar, así como en ciertos trabajos de escasa importancia o en los conflictos de orden público motivados por la pérdida de las cosechas u otras calamidades que exigían el empleo inmediato de masas de braceros en las comarcas más castigadas”. Op. cit., pp. 398 y 399.

[60] MARTIN-RETORTILLO resalta la rectificación radical que va a sufrir el sistema anterior de ejecución de las obras públicas tras la Revolución de 1868, ya que “la liberalización ideológica que impuso arrastró consigo, evidentemente, un acentuamiento de la pasividad del Estado, un abandono de sus funciones promocionales y promotoras… La Revolución de septiembre derribó, sí, la Dinastía, pero sus primeras sacudidas quebrantaron también, al mismo tiempo, todo el aparato estatal…, lucha, sí, por unas libertades, pero libertades estrictamente formales, al mismo tiempo que se reduce y menoscaba por otra parte, el poder del Estado”. Op. cit., pp. 26 y 27.

[61] Finaliza la Exposición de Motivos del Decreto-ley de 1868 con unas afirmaciones que resumen los principios que presidieron su articulado: “El monopolio del Estado en punto a obras públicas era un mal: ya no existe. El Estado constructor era contrario a los sanos principios económicos: ya no construye. El Estado dedicando sus capitales a obras públicas es todavía un sistema vicioso, y desaparecerá. La asociación, libremente constituida y de tal modo organizada que los asociados posean, aún dentro de ella misma, la mayor libertad posible, es la forma perfecta por excelencia, y a ella pertenece el porvenir”.

[62] A pesar de esta victoria de los revolucionarios moderados, es interesante resaltar cómo califica esta disposición a los “derechos” que los ciudadanos tenían para ejecutar una obra pública: “sagrados derechos”. Esta expresión tan tajante y extremista se menciona varias veces en este preámbulo: “En oposición a estas restricciones en que el Estado se encierra, la industria privada, la acción libre del individuo, hallarán todas las facilidades compatibles con sagrados derechos que la Administración no puede en modo alguno sufrir que se atropellen. Cuando una persona, una Sociedad o una empresa, se proponga construir cualquiera obra de las que se comprenden bajo la denominación de públicas, y no pida al Estado auxilio alguno, ni invoque el derecho de expropiación, sea cual fuere la importancia de dicha obra, el Estado no debe intervenir en ella, y así lo consigna el Ministro que suscribe en el art. 1 del decreto. Toda petición es innecesaria, toda concesión improcedente, porque el particular o la Compañía usan de un derecho sagrado, y hacerlo respetar, y cuando más impedir por reglamentos de policía que dañe otros derechos, es la única misión que compete al poder central. El Estado deberá tener conocimiento de la obra que se emprende, pero sólo a fin de imponer la contribución que corresponda y para suministrar noticias oportunas a la Estadística.”

Vuelve a manifestarse, a nuestro juicio, la corriente más revolucionaria de los liberales, confirmando la aludida discrepancia entre los integrantes del liberalismo que acabó con la Monarquía, discrepancia que se manifestó, como estamos viendo, en el propio Decreto-ley promulgado tan solo dos meses después del alzamiento revolucionario.

[63] En la propia Exposición de motivos se puede apreciar este cambio de tendencia: “Y entre aquel momento de monopolio legislativo y este de libertad se extiende más o menos rápido un período de transición, período necesario, fatal, inevitable según ciertas escuelas, que puede y debe evitarse según otras, y es aquel en que el Estado todavía funciona, y así, emprende grandes trabajos de utilidad general, conserva la alta ciencia en sus escuelas, sostiene un culto en sus templos, y es dispensador de crédito; pero el monopolio ha desaparecido, y a la par que el Estado, como promesa para el porvenir, como nueva sociedad que se organiza, funcionan los individuos en su esfera propia, y funcionan las pequeñas o las grandes asociaciones en más amplias esferas”. El Decreto-ley reflejó la división de opiniones existentes en el movimiento revolucionario respecto el papel del Estado en esta fase temporal, de transición, ya que algunos liberales no la admitían al no estimarla necesaria, ni siquiera como un mal menor, imprescindible y transitorio. Al final, el ala más moderada de los revolucionarios se impuso, respetándose esa época de “transición”.

[64] Así lo resalta MARTIN-RETORTILLO, Op. cit., pp. 30 y 31.

Los artículos 9, 11 y 18 del Decreto-ley abolieron el sistema de subvenciones que se inició con Javier de Burgos y Oliván, tanto para las obras afectas a los servicios públicos (las del artículo 14), como para cualquier otra obra pública (las de los artículos 1 y 2). El mismo preámbulo de la disposición lo anticipaba en los términos siguientes: “Por último, el sistema de subvenciones, que tan graves daños ha causado, que es germen inagotable de inmoralidad, y que bajo el punto de vista económico es por todo extremo inadmisible, queda anulado por completo en los artículos 9, 11 y 18. Y se justificó tal medida radical porque “de esta suerte se evitan para el porvenir consorcios entre el Estado y las empresas, problemas dificilísimos, irritantes reclamaciones de indemnización, y tantos conflictos como han surgido en tiempos pasados y aún hoy hacen sentir su desoladora influencia”. Sin embargo, como ha señalado VILLAR PALASI, tan solo seis días después de la aprobación de esta norma “el Ministro de Hacienda del mismo Gabinete nombraba una Comisión especial para que “informase al Gobierno sobre la forma más conveniente de otorgar a las Empresas de ferrocarriles los auxilios directos que señaló la Ley de 11 de julio de 1867 y de procurarles los indirectos que puedan hacerlas prosperar”… De este modo, en el mismo mes en que se dispuso la supresión del sistema de subvenciones se estuvo prácticamente yendo en contra del principio”. Op. cit., RAP n1 14, p. 34 y ss..

[65] Su Exposición de motivos también expresa este proyecto de los nuevos gobernantes: “… no puede ser dudosa la marcha que conviene seguir, marcha claramente descrita en el art. 15. Es lo primero inventariar todas las obras públicas que la nación española posee y después dividirlas en distintos grupos, según sus caracteres especiales. Todas aquellas que, como las carreteras y los faros, puedan ser usadas en común, deben quedar en poder del Estado, y deben entregarse gratuitamente al uso público, porque representan capitales ya empleados en provecho del país, y la ciencia demuestra de una manera clara e indubitable que la utilidad social es un máximo cuando el precio de un uso es un mínimo; pero al decir, por ejemplo, que las carreteras deben quedar en poder de la Administración no significa con esto el Ministro que suscribe que todas hayan de continuar sometidas al Gobierno central: muchas de segundo y tercer orden no sirven intereses generales, sólo tienen una importancia local, y por lo mismo será conveniente cederlas a las provincias que las utilizan”.

[66] Aquella decisión política ha sido criticada por este autor: “Los supuestos contemplados eran erróneos ya que, de una parte, la comunicación por carretera ni era, ni es, incompatible con la del ferrocarril, sino complementaria; de otra, el hecho de que las carreteras desarrollen su itinerario por varias provincias y municipios, no implica que cada sección o tramo tenga sólo interés provincial o local, sino justamente lo contrario, por la propia naturaleza de estas vías de comunicación. Y, en fin, los principios y directrices que impulsaron tal operación descansaban en un liberalismo doctrinario y utópico, sin que las Corporaciones, y mucho menos los particulares, pudiesen hacerse cargo de las carreteras abandonadas sin arbitrar el sistema y los medios económicos necesarios para sobrellevar tal carga”. Tendremos que esperar a la llegada de un nuevo régimen para que se produzca el “regreso” de esas vías de comunicación a la competencia del Estado mediante la Ley de Carreteras de 4 de mayo de 1877 y el Plan general aprobado por Ley de 11 de julio del mismo año. Op. cit., p. 91.

[67]Diccionario Razonado de Legislación y Jurisprudencia, Madrid, 1874, tomo IV, voz “Obras Públicas”, p. 318.

[68] El artículo 3 dice textualmente: “Las obras públicas, así en lo relativo á sus proyectos como á su construcción, explotación y conservación, pueden correr á cargo del Estado, de las provincias, de los Municipios y de los particulares ó compañías.”

[69] El art. 39, refiriéndose a las obras de competencia de las Diputaciones Provinciales, decía: “Las Diputaciones podrán ejecutar sus obras por administración ó por contrata, ajustándose en cada caso á lo que en los arts. del 25 al 29, ambos inclusive, de la presente ley, se prescribe, acerca de este particular, para las obras de cargo del Estado”. El párrafo segundo del art. 60 del Reglamento para la ejecución de la Ley General de Obras Públicas, aprobado por Real Decreto de 6 de julio de 1877, confirmó la regla anterior: “La obra podrá llevarse á cabo por Administración ó por contrata, lo cual decidirá la Diputación, oído sobre este punto el dictamen del facultativo encargado de las obras provinciales.”

En cuanto a las obras municipales, el art. 48 siguió la misma dirección: “Los Ayuntamientos podrán ejecutar sus obras por administración ó por contrata, sujetándose á lo que la presente ley previene sobre este particular respecto de las obras que son de cargo del Estado y de las provincias”. Y el art. 94 de la citada norma reglamentaria también admitía ambas técnicas de ejecución de las obras públicas: “Aprobado el proyecto de una obra municipal y consignado en el presupuesto el crédito correspondiente, se procederá á la ejecución por el método de Administración ó de contrata, lo cual decidirá el Ayuntamiento después de oír al facultativo que hubiere redactado el proyecto.”

[70] Incluso, diez años después, el Real Decreto de 11 de junio de 1886, por el que se aprobó el Pliego General de Condiciones para la contratación de las obras públicas, en su propia exposición de motivos, reconoció la histórica prevalencia del sistema de la “contrata” sobre el de “administración”, y por consiguiente, el carácter excepcional de la realización directa de las obras de interés general: “El sistema administrativo que generalmente rige en la ejecución de las obras públicas de nuestro país es el de contrata; en muy raras ocasiones las lleva á cabo directamente el Gobierno por medio de sus agentes.”

Además, el Real Decreto de 12 de noviembre de ese mismo año, que señalaba el procedimiento para la construcción, reparación y conservación de las obras públicas, confirmó la excepcionalidad legal del método de ejecución directa, continuando la tendencia iniciada por la Instrucción de 10 de octubre de 1845, como ya expusimos anteriormente. Su art. 1 exponía: “Para autorizar la ejecución de cualquier obra pública por el sistema de administración, será necesario hacer constar en el expediente la necesidad ó la conveniencia que exija la adopción de este sistema.”

[71] A su vez, el artículo 54 del Reglamento para la ejecución de la Ley General de Obras Públicas estableció: “Cuando por cuenta del Estado, y según lo previsto en el art. 27 de la Ley general de Obras Públicas, se hubiere ejecutado una obra para cuyo uso y aprovechamiento se hubiesen establecido arbitrios, la explotación se llevará á cabo por contrata, con arreglo á las prescripciones de este capítulo en cuanto sean aplicables á este caso. Sin embargo, cuando, previos los trámites prefijados en el citado artículo de la ley, se declare la conveniencia de que la explotación se lleve á cabo por cuenta del Estado, dicha explotación se hará por Administración y con arreglo á las instrucciones especiales que en cada caso se dictarán por el Ministro de Fomento.”

[72] El artículo 14 del Reglamento para la ejecución de la Ley General de Obras Públicas, aprobado por Real Decreto de 6 de julio de 1877, complementa el artículo 25 de la LGOP, atribuyendo expresamente la competencia para dictar la resolución que estime indispensable el sistema de “administración” para ejecutar esa obra concreta al titular del Ministerio de Fomento, Departamento, como sabemos, esencial en aquella época: “El Ministro de Fomento decidirá el método que haya de seguirse en la ejecución de una obra pública de cargo del Estado, con sujeción á lo prevenido en el art. 25 de la Ley general, y á tenor en su caso de lo dispuesto en el Real decreto de 27 de febrero de 1852, previos los dictámenes del Ingeniero que hubiere redactado el proyecto, del Jefe de la provincia ó servicio correspondiente, y de la Junta consultiva”. Por su parte, el artículo 54 del Reglamento desarrolla el 27 de la Ley General, confirmando la prevalencia de la gestión indirecta de la obra pública ya ejecutada frente a la gestión directa por el propio Estado, que anteriormente construyó esa obra: “Cuando por cuenta del Estado, y según lo previsto en el art. 27 de la Ley general de Obras públicas, se hubiere ejecutado una obra para cuyo uso y aprovechamiento se hubiesen establecido arbitrios, la explotación se llevará á cabo por contrata, con arreglo á las prescripciones de este capítulo en cuanto sean aplicables á este caso. Sin embargo, cuando, previos los trámites prefijados en el citado artículo de la ley, se declare la conveniencia de que la explotación se lleve á cabo por cuenta del Estado, dicha explotación se hará por Administración y con arreglo á las instrucciones especiales que en cada caso se dictarán por el Ministro de Fomento.”

Respecto este último precepto es necesario realizar dos observaciones. En primer lugar, tanto este artículo como el 27 de la LGOP utilizan el término de “contrata” para designar la forma legal prioritaria de explotación de una obra de interés general. No obstante, en nuestra opinión, dicha expresión no es la más correcta en ambos supuestos, ya que, sin perjuicio de que lo analizaremos con mayor amplitud más adelante, hemos de subrayar que la “explotación” o gestión de una obra pública se realiza mediante la institución concesional, ya sea la concesión de obras o la de servicios públicos, pero no a través de la “contrata”, si identificamos la misma, al menos en sus caracteres esenciales, con el conocido contrato administrativo de obra pública. Es decir, la “contrata” procede cuando el objeto del acuerdo entre Administración y administrado es la construcción, reparación o conservación de una obra, mas no cuando lo único que se conviene es la explotación o gestión de la obra ya ejecutada, porque en tal caso, la figura jurídica adecuada es la concesión, y en concreto la concesión de servicio público. En el mismo sentido se sitúa FERNANDEZ RODRIGUEZ, al afirmar que el art. 27 de la LGOP “evidencia que no estamos en presencia de una concesión de obra propiamente dicha, sino, más bien, de una concesión de servicio público sobre la base de una obra ya construida y costeada de antemano”. Op. cit., RAP n1 100-102, p. 2464.

En segundo lugar, decía el art. 54: “cuando…se hubiere ejecutado una obra para cuyo uso y aprovechamiento se hubiesen establecido arbitrios…”, lo cual era una de las posibilidades que la normativa vigente en el siglo pasado contemplaba para remunerar al “contratista”. También aquí es discutible que estemos en presencia de una “contrata”, o por el contrario, se trata más bien de una concesión de servicio público, como veremos a continuación. Más peculiar es la posición de ALBI, ya que considera que la institución contemplada en los artículos 27 de la LGOP y 54, 65 y 119 de su Reglamento no es la clásica contrata, pero tampoco ninguna clase de concesión, sino un arrendamiento administrativo de servicios públicos, porque “regulan la “explotación retribuida” de obras construidas directamente por el Estado, la Provincia o los Municipios, resultando esta modalidad, en los indicados textos, perfectamente diferenciada de las concesiones”. Tratado de modos de gestión de las Corporaciones Locales, ed. Aguilar, Madrid, 1960, pp. 697 y 698. En nuestra opinión las figuras del arrendamiento y de la concesión de servicios públicos aún presentan dificultades conceptuales y prácticas, al menos en determinados supuestos, que no podemos analizar con detenimiento en este trabajo. En cualquier caso, lo que sí está suficientemente claro es que los mencionados preceptos no regulaban ninguna contrata.

[73] Un argumento más a favor de la similitud ente la “contrata” decimonónica española y nuestro actual contrato administrativo de obras es la propia redacción de numerosos preceptos de la legislación del siglo XIX sobre la materia. Así, por ejemplo, el artículo 16 del Reglamento de ejecución de obras públicas de 1877 prescribía: “Si la obra se hubiese de ejecutar por contrata, la licitación pública que debe precederla se celebrará con arreglo á las disposiciones que rigen para la contratación de todos los servicios públicos y los reglamentos dictados al efecto para los que pertenecen especialmente al Ministerio de Fomento”. Este precepto remitía a la legislación vigente en aquel momento sobre contratos públicos, entre los cuales podemos incluir, por tanto, a la “contrata” de obras públicas. Diferente tratamiento legal  recibió la figura de la concesión de obras y de servicios, porque en el siglo pasado no existió ningún precepto que la considerase como un contrato público o administrativo.

Por otra parte, en la misma línea, y también en apoyo de esa distinta naturaleza jurídica de las “contratas” de los párrafos primero y segundo del art. 26 de la LGOP, podemos mencionar el artículo 17 del Reglamento, que se aplica exclusivamente a la contrata del art. 26, 1, y no a las “contratas” de los apartados 2 y 3, confirmando de tal manera nuestra opinión antes expuesta sobre la verdadera institución que regulan dichos apartados, y que no es precisamente la contrata en sentido estricto. Dice el art. 17: “En la ejecución de toda obra pública que se lleve á cabo por el método de contrata y con arreglo al primero de los medios indicados en el art. 26 de la Ley general, regirán: 1.1 Las condiciones generales establecidas ó que en adelante se establezcan para todos los contratos de obras públicas de cargo del Ministerio de Fomento…”

También ALBI destaca las diferentes instituciones reguladas en el art. 26 de la LGOP, pues al referirse a la contrata, afirma: “… la vieja L. española de Obras Públicas la engloba en el art. 26 junto con la concesión propiamente dicha, atribuyendo a una y a otra idéntico tratamiento jurídico,…”. Op. cit., p. 502.

[74] El art. 28 de la LGOP estableció: “En las obras que se ejecuten á cuenta del Estado por los medios indicados en los párrafos segundo y tercero del art. 26, los precios que se fijen para uso y explotación de dichas obras no podrán exceder de la tarifa con arreglo á la cual se hubiese hecho la adjudicación; pero podrían rebajarse dichos precios si los adjudicatarios lo tuviesen por conveniente, sujetándose á las condiciones que se prescriban en la contrata.”

Por su parte, el artículo 24 de aquella ley reconocía al Estado la facultad de crear impuestos o arbitrios para el aprovechamiento de las obras estatales realizadas, en consonancia con el ya citado art. 26, apartados 2 y 3: “El Gobierno podrá establecer impuestos ó arbitrios por el aprovechamiento de las obras que hubiere ejecutado ó ejecute con fondos generales, salvo los derechos adquiridos, y dando cuenta á las Cortes”. (El art. 24 y los párrafos 2 y 3 del art. 26 fueron derogados por el Decreto 4132/1964, de 23 de diciembre, de desarrollo de la Ley 41/1964, de 11 de junio, de Reforma del Sistema Tributario).

Asimismo, los artículos 38 y 47 atribuyeron idéntica competencia a las Diputaciones Provinciales y a los Ayuntamientos, respectivamente, en relación con las obras provinciales y municipales, si bien debían obtener la preceptiva autorización del Gobierno.

[75] El artículo 52 de la Ley General de 1877 reprodujo, con alguna adicción complementaria terminológica, lo regulado en la Base 10. Aquel precepto decía: “Los particulares ó compañías podrán ejecutar, sin más restricciones que las que impongan los Reglamentos de policía, seguridad y salubridad públicas, cualquiera obra de interés privado que no ocupe ni afecte al dominio público ó del Estado, ni exija expropiación forzosa de dominio privado.”

[76] La Ley de 1 de junio de 1894 dispuso que las ordenaciones de montes públicos eran obras públicas de este primer grupo: “Artículo único. Las Ordenaciones forestales se considerarán como pertenecientes al primer grupo entre las que menciona el art. 1 de la ley general de Obras Públicas de 12 de abril de 1877.”

[77] Esta definición legal es semejante a las recogidas en las diversas normas promulgadas anteriormente sobre la materia. En idéntico sentido se pronuncia también FERNANDEZ RODRIGUEZ, comparando las definiciones del mencionado art. 1 de la LGOP y la del art. 2 de la Ley de 17 de julio de 1836, sobre enajenación forzosa de la propiedad particular: “Se entiende por obras de utilidad pública las que tienen por objeto directo proporcionar al Estado en general, á una ó más provincias óá uno ó más pueblos cualesquiera usos ó disfrutes de beneficio común, bien sean ejecutadas por cuenta del Estado, bien por compañías ó empresas particulares autorizadas competentemente”. Op. cit., RAP n1 100-102, p. 2448.

Tras la Ley de 1836, la Instrucción para promover y ejecutar las obras públicas, aprobada por Real Decreto de 10 de octubre de 1845, ya analizada con anterioridad, en su art. 1 catalogaba una serie de obras como públicas: “Para los efectos de esta Instrucción se consideraran como obras públicas los caminos de todas clases, los canales de navegación, de riego y de desagüe, los puertos de mar, los faros y el desecamiento de lagunas y terrenos pantanosos en que se interesen uno ó más pueblos, la navegación de los ríos, y…”, pero esa enumeración no era tasada, porque, además, el propi precepto añadía que podían ser consideradas obras públicas “… cualesquiera otras construcciones que se ejecuten para satisfacer objetos de necesidad ó conveniencia.”

[78] Así, por ejemplo, Adolfo POSADA, que, a finales del siglo pasado, afirmó: “El concepto legal de la obra pública responde en el fondo á su destino”. Tratado de Derecho Administrativo según las teorías filosóficas y la legislación positiva, tomo II, Madrid, 1898, p. 257. También, GARCIA OVIEDO: “Son obras públicas las ejecutadas por un organismo administrativo o por su encargo, con un fin inmediato de utilidad pública”. Op. cit., p. 277. Y más recientemente, SOLAS RAFECAS, J.M.: “Una obra es pública cuando su objeto, es decir, el bien inmueble que se va a construir será de dominio público. Y el bien y, por tanto, la obra, son públicos en atención a su destino, es decir, al fin al que van a servir”. Contratos administrativos y contratos privados de la Administración, Tecnos, Madrid, 1990, p. 59.

Otras figuras jurídicas (el servicio y el dominio público, sobre todo) se desarrollaron junto con la obra pública, “impregnando” su concepto y constituyendo caracteres fundamentales del mismo. Vid. FERNANDEZ RODRIGUEZ, op. cit. RAP, n1 100-102, p. 2429 y ss..

[79] GARCIA OVIEDO incluye en su definición de obras públicas esta nota de la técnica indirecta en la ejecución: “Son obras públicas las ejecutadas por un organismo administrativo o por su encargo, con un fin inmediato de utilidad pública. Decimos, en primer término, que han de ser ejecutadas por un organismo administrativo o por su encargo. De lo que resulta, que no pueden considerarse obras públicas las emprendidas por particulares u organismos privados sin un encargo especial administrativo”. Op. cit., p. 277. Tomás Ramón FERNANDEZ señala: “… la obra pública se presenta como una operación de transformación material de un inmueble demanial, hecha por la Administración por sí o por vicarios suyos. Este es concretamente, el concepto de obra pública que maneja como propio la legislación de contratos del Estado”. Op. cit., RAP n1 100-102, p. 2448.

[80] La posibilidad de que los ciudadanos se convirtiesen en concesionarios de carreteras de servicio público se reconoció expresamente, además de en el anterior artículo de la LGOP, en su normativa específica. Así, el art. 46 de la Ley General de Carreteras de 4 de mayo de 1877 decía: “Las carreteras de servicio público, que constituyen el objeto de esta ley, podrán ser construidas y explotadas por particulares ó compañías, mediante concesiones para reintegro de los capitales invertidos, y sin subvención alguna por parte del Estado, provincias ni Ayuntamientos, al tenor de los prescrito en el art. 53 de la ley general de Obras públicas”. El art. 58 del Reglamento para la ejecución de la Ley de Carreteras, aprobado por Real Decreto de 10 de agosto de ese mismo año, remitió a la LGOP para complementar el régimen jurídico de este tipo de concesiones de obras públicas. En aquella época era más frecuente que los particulares solicitasen y obtuviesen las respectivas concesiones de vías férreas que las de carreteras, porque, siguiendo a ALCUBILLA, las concesiones de carreteras “no han de prestarse tan fácilmente como en los canales, ferrocarriles y otras obras públicas al reintegro y regular rédito de los capitales”, es decir, fue entonces menos rentable económicamente construir y gestionar una carretera que un ferrocarril, y ello, a pesar de las enormes inversiones y costes que exigían las vías férreas. Mas, estos cuantiosos gastos se compensaban, normalmente, con las numerosas subvenciones que el Estado otorgaba a los concesionarios de ferrocarriles, y además, se fomentó por parte del Estado, precisamente, la realización de esta clase de obras de interés general, por considerarlas entonces necesarias para el progreso y el desarrollo económico del país.

[81] En la misma dirección, MESTRE destaca que la legislación de 1877 sobre obras públicas “permitía que la construcción y explotación de algunas obras públicas fuesen actividades desarrolladas por “particulares o Compañías”: el criterio para permitir la construcción, y lo que es más importante a nuestros efectos, la ulterior explotación, se fija en la Ley en el concepto de las obras públicas destinadas al uso general (art. 53), de las que especifica, ejemplificativamente, 1, las carreteras y los ferrocarriles en general; 2, los puertos; 3, los canales de riego y navegación; 4, la desecación de lagunas y pantanos; 5, el saneamiento de terrenos insalubres, según dispone el art. 7 de la Ley”. Op. cit., p. 25 y 26. Y DOMINGUEZ-BERRUETA, refiriéndose a la LGOP, afirmaba: “En general, la Ley distinguía dos grandes grupos de obras públicas: las de uso y aprovechamiento general, y las construcciones civiles de edificios públicos. Sólo las del primer grupo podían construirse por concesión. Mas adelante la Ley, en su art. 7, señalaba algunos tipos de obras concretas que entraban dentro de su ámbito, como las carreteras, ferrocarriles, los puertos, desecación de lagunas, etc.”. Op. cit., p. 26

[82] Manuel COLMEIRO resaltó la subsidiariedad del método de ejecución directa en esta norma: “… no es obligatorio, sino potestativo en la administración, ejecutar las obras ó prestar los servicios públicos de un modo ó de otro, según lo reclamen en cada caso los intereses del Estado, de las provincias ó de los pueblos. Sin embargo no es el primero, sino el segundo el que prevalece, pues para autorizar la ejecución de cualquier obra pública por administración, debe constar en el expediente la necesidad ó conveniencia de preferir este sistema”. Elementos…, op. cit., p. 250.

[83] Continúa este autor destacando los perjuicios que sus predecesores, y quizás, en alguna medida, él mismo, atribuyeron a la institución concesional: “Si de vías públicas se trata, la ejecución por empresa otorga á las compañías concesionarias el monopolio de los medios de transporte, y estos privilegios exclusivos, aunque temporales, mientras duran, se oponen á las grandes mejoras en el sistema de comunicaciones, á la baja en las tarifas y á todo cambio en los métodos de locomoción. El Gobierno, ligado de esta suerte con un pacto, no puede reformar las tarifas cuando importa, y menos nivelar el precio de los transportes nacionales con los más económicos del extranjero”. Op. cit., p. 55. Este “sentir” de la época que alude COLMEIRO no debe sorprender, ya que, conviene recordar que precisamente durante la primera mitad de la etapa decimonónica, especialmente desde 1833 hasta 1845, gobernaron las tesis liberales moderadas partidarias de la participación activa del Estado en todos aquellos sectores económicos y sociales del país necesitados de un mayor y urgente progreso. Fue la fase del desarrollo del fomento por los propios medios de los poderes públicos, el “fomento directo” por el Estado, sobre todo en el ámbito de las obras públicas.

También, en esta línea se posiciona SILVELA, al sostener que “en rigor, los suministros y las obras públicas deberían hacerse y ejecutarse por la Administración, porque ella es quien siente mejor que nadie las necesidades y tiene a su disposición más medios, así como también los portazgos y pontazgos, y otros derechos, deberían cobrarse por ella y no arrendarse. Pero para el caso de que, por mil motivos sobradamente fundados, descargue el cuidado sobre particulares que contratan con ella, se arma de precauciones extraordinarias, con la mira de asegurar más y más la satisfacción de aquellas necesidades a medida que se originen”. “Estudios prácticos de Administración”, citado por FERNANDEZ DE VELASCO, op. cit., p. 7.

[84]Lecciones de Administración, tomo III, Madrid, 1843, edición del INAP, 1978, p. 103. Posiblemente, una de las razones que motivaron esta postura intermedia fue el cambio de tendencia que en ese año se estaba produciendo en nuestro país en cuanto la prioridad de un sistema u otro de ejecución de obras públicas. Tan solo dos años después de estas afirmaciones se dictó la famosa Instrucción de 1845, que, como ya hemos expuesto en varias ocasiones, consagró legalmente la prevalencia de la contrata y la concesión sobre la ejecución directa. Además, el propio autor cita el Reglamento de Caminos y Canales vigente en aquel momento, que, en su artículo 178, contemplaba, incluso, que la construcción de estas obras se realizase por contrata, siempre que fuese posible.

[85] “Nada más justo y conveniente que el Gobierno vaya retirando su acción al compás que avanza la iniciativa del individuo; pero nada tampoco más estéril y prematuro que confiar á la industria privada la construcción de las obras públicas en esta nación escasa de capitales, sin hábitos de asociarse, sin cumplida experiencia del crédito y resignada por espacio de tantos siglos al “absolutismo gubernamental”. En 1876 (antes de promulgarse la nueva Ley de Bases) añadió: Por eso la reforma introducida poco há en materia de obras públicas, no correspondió á las magníficas esperanzas del Gobierno que se hizo la ilusión de regenerar el mundo con sólo invocar la mágica palabra libertad, y el estado siguió construyéndolas con raras excepciones, de suerte que el sistema antiguo (si tal nombre merece) continuó siendo y es todavía la regla general”. Op. cit., p. 64.

[86] “El tiempo, que es maestro de verdades, se ha encargado de deshacer aquel castillo de naipes”. Entre los temas más censurados por este autor se encuentra la consideración por la norma de 1868 del sistema de subvenciones como “germen inagotable de inmoralidad”, y, por tanto, su consecuente abolición, ya que “esta medida remachó el clavo demostrando completo desconocimiento del carácter de la mayoría de las regiones españolas. Hay en ellas escasez de capitales y un espíritu desconfiado y cobarde para promover empresas, esperándolo todo de la influencia oficial y de la liberalidad del Estado…”. Op. cit., p. 411 y ss..

En la misma línea se expresa la doctrina contemporánea, como, por ejemplo, VILLAR PALASI: “Todas estas medidas de supresión de subvenciones y de traspaso de servicios y obras fueron fatales para la marcha de las obras públicas y, en general, para el fomento económico e industrial del país, sin que, de otro lado, se aliviase la situación de Hacienda por la supresión de las subvenciones, hasta el punto que, por Orden de 17 de diciembre de 1870, hubo que abonar a prorrateo las certificaciones de los contratistas por obras realizadas”. Op. cit., RAP n1 14, p. 35. También MARTIN-RETORTILLO, L. critica esta disposición: “Esta regulación habría de canalizar la iniciativa hacia aquellos sectores de las obras públicas de mayor rentabilidad y, sobre todo, de rentabilidad inmediata. Pero hay también un reverso de la moneda: el abandono de los sectores sin rentabilidad o sin rentabilidad inmediata. Este sistema para la construcción de las obras públicas, tuvo en la práctica consecuencias desastrosas que se prolongaron incluso durante muchos años”. “Aspectos del Derecho Administrativo en la Revolución de 1868”, RAP n1 58, 1969, pp. 29 y 30. Así mismo, en relación con las obras hidráulicas, MARTIN-RETORTILLO, op. cit., p. 31 y ss..

[87] ALZOLA, op. cit., p. 415.

[88]Curso de Derecho administrativo según sus principios generales y la legislación de España, 8ª ed., Madrid, 1914, p. 707.

[89] “La concesión como contrato y como derecho real”, Madrid, 1918, citado por ALCUBILLA, op. cit., 6 ed., tomo XI, voz “Obras Públicas”, p. 739.

[90] “Si, pues, alguno de estos caminos, se estudia y se emprende por una compañía en que se combinan, por ejemplo, el capital con la inteligencia del ingeniero, del director de caminos, etc., y llega á obtenerse una concesión con el impuesto de peajes ú otros, y condiciones ventajosas, cuando esté terminado sufrirán con gusto estos impuestos los productores de dichos pueblos y los porteadores; y como la inteligencia y el capital y el interés privado vencen más fácilmente las dificultades de una empresa, no será difícil que entonces los mismos pueblos productores se interesasen en la adquisición del camino por una cantidad muy superior á su coste, aunque inferior mucho á lo que hubiera importado hecho por su cuenta, ganando de este modo el particular ó la compañía constructora y los pueblos interesados, los cuales, para facilitar la concurrencia, podrían suprimir los impuestos establecidos ó reducirlos á lo preciso en el caso de que tuvieran que amortizar el todo ó parte del capital adquirido por medio de un empréstito.”Op. cit., 6 ed., tomo III, voz “Carreteras y caminos”, p. 27.