El presente trabajo analiza las tendencias recientes del prolongado conflicto interno armado en Colombia, al igual que sus principales consecuencias en materia humanitaria. Además de plantear algunas hipótesis que permiten avanzar en la comprensión del origen y dinámica de la Violencia Políticaen Colombia, el trabajo señala los retos, las agendas y los escenarios en los cuales el Derecho, como ciencia normativa, deberá ponerse a prueba en el esfuerzo de contribuir a la construcción de una sociedad más justa y en paz.

PALABRAS CLAVE Conflicto Interno Armado, Crisis Humanitaria, Situación de Derechos Humanos, Justicia Transicional, Derecho Internacional, Paz

The present work analyses the recent trends of the protracted internal armed conflict in Colombia, as well as its effects in terms of the humanitarian crisis affecting the country. Beyond the advancement of some hypotheses that contribute to the understanding of the origins and dynamics of the Political Violence in Colombia, this article signals the challenges, agendas and feasible scenarios in which the Law, as a normative social science, will have to prove its ability to contribute in the construction of a fairer and peaceful society.

KEY WORDS Internal Armed Conflict, Humanitarian Crisis, Human Rights, Transitional Justice, International Law, Peace

O presente trabalho analisa as recentes tendências do prolongado conflito interno armado na Colômbia, ao igual que suas principais conseqüências em matéria humanitária. Alem de expor algumas hipóteses que permitem avançar na compreensão da origem e dinâmica da Violência Política na Colômbia, o trabalho assinala os retos, as agendas e os cenários nos quais o Direito, como ciência normativa, dever-se-á pôr a prova no esforço de contribuir na construção de uma sociedade mais justa e em paz.

PALAVRAS CHAVE Imprevisão, revisão, desequilíbrio econômico, imprevisibilidade, equidade, extraordinário, força maior, caso fortuito.

PALABRAS CLAVE Conflicto Interno Armado, Crisis Humanitaria, Situación de Derechos Humanos, Justicia Transicional, Derecho Internacional, Paz

“Sólo los muertos han visto, por fin, el final de la guerra” Platón

FERNANDO AUGUSTO MEDINA GUTIERREZ**

* Este documento hace parte de la investigación adelantada por el autor para optar por el Doctorado en Ciencia Política de la Universidad de York.

** Abogado de la Universidad Nacional de Colombia, Magíster en Desarrollo. Doctor en Ciencias Políticas de la Universidad de York. Inglaterra. Profesor Titular de la Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales de la Universidad EAN, y catedrático de la Universidad Nacional de Colombia, sede Bogotá, D.C.

Recibido: 18-08-2009 / Aceptado: 30-12-2009

INTRODUCCION Y PLANTEAMIENTO DEL PROBLEMA OBJETO DE LA INVESTIGACION

El presente artículo busca analizar la dinámica reciente del conflicto armado interno que ha afectado a Colombia durante muchas décadas. Este conflicto, de orígenes imprecisos y cuyo fin aun no resulta posible avizorar, constituye en la opinión del autor el nudo gordiano de la sociedad colombiana en un doble aspecto: En primer lugar, el mismo constituye el resultado y la expresión actual de una larga historia de conflictos sociales no resueltos y cuyas raíces se hunden en el pasado colonial; de otra parte, encontrar una salida a este prolongado conflicto –una que implique el menor costo en términos de sufrimiento humano, y que conduzca a una paz duradera constituye el reto más importante para las generaciones presentes y futuras de colombianos y colombianas.

El Derecho, como ciencia social normativa que tiene entre sus propósitos el de restringir el uso de la fuerza; proteger a las poblaciones más débiles; promover un espacio de convivencia pacífica y civilizada, y garantizar unas condiciones mínimas de vida conforme a unos principios, atributos y garantías inherentes a la naturaleza humana, tiene en un conflicto de estas dimensiones un enorme reto y una gran oportunidad.

No obstante, para que el Derecho logre dar una respuesta adecuada a un desafío semejante, necesita abandonar toda pretensión de ser “Ciencia Pura” y tiene que reconocer, como lo hace la escuela histórica, que aquél siempre se ha nutrido de la realidad económica, social, demográfica, política y cultural que constituye la base real de la existencia de las comunidades humanas. El Derecho no es, no puede siquiera aspirar a ser, un proceso acabado. Por el contrario, somos cada uno de nosotros quienes desde nuestro quehacer cotidiano, y desde las distintas posiciones que ocupamos en el mundo, acatamos, criticamos, hacemos y rehacemos esas reglas obligatorias de conducta con las que, aun en este mundo tan volcado al pragmatismo, nos permitimos soñar con esa aspiración última del Derecho: la Justicia.

Planteado en forma de preguntas, el problema que aborda la investigación que alimenta al presente artículo es del siguiente tenor: (i) ¿Cuáles son las tendencias actuales del conflicto interno armado en Colombia? (ii) ¿Cuál es el impacto económico, social, cultural, político y humanitario de dicho conflicto en sus expresiones contemporáneas? (iii) ¿Cuáles son los retos que la dinámica actual del conflicto plantea al Derecho como ciencia social normativa, tanto en los campos del Derecho Interno como del Derecho Internacional, y en particular del Derecho Internacional Humanitario y de los Derechos Humanos.

Para mayor claridad en la exposición, este trabajo se organiza en cuatro partes. En la primera, se hacen algunas consideraciones metodológicas en torno del trabajo presentado. En un segundo apartado, se hace una síntesis de la visión que el autor tiene sobre los orígenes y los principales hitos de este largo y sangriento conflicto. En un tercer acápite, se hace una presentación sobre los elementos centrales que han caracterizado la estrategia puesta en marcha por la administración Uribe con el fin de solucionar, por la vía predominantemente militar, esta larga confrontación. Al final del artículo, y como parte de las conclusiones, se presentan algunos de los ejes, temáticas y agendas que el conflicto y su dinámica plantean a los estudiantes, practicantes y analistas del Derecho.

1. Algunas consideraciones metodológicas sobre el estudio de la violencia política

El presente artículo recoge algunos aspectos muy puntuales, resultado de la investigación llevada a cabo con el fin de optar por el título de Doctor en Ciencia Política en la Universidad de York, Inglaterra. En dicha investigación se adopta un modelo de análisis estructural de la violencia política. Dicho modelo se relaciona con el propósito de adoptar una mirada de largo aliento histórico con el fin de avanzar en la comprensión de un conflicto que, dadas su anormal duración y complejidad, no puede ser adecuadamente abordado desde una perspectiva coyuntural o de corto plazo. La consideración fundamental es que no obstante que los análisis de coyuntura, casi siempre basados en un modelo teórico de “elección racional”, pueden resultar útiles para efectos de la adopción de políticas de corto plazo, una mirada más profunda resulta necesaria para efectos de buscar soluciones que ataquen las raíces profundas de este conflicto.

La pregunta que surge entonces es, ¿cuáles son esas estructuras que resulta necesario considerar con el propósito de aumentar la comprensión sobre las causas, dinámica e impacto del conflicto interno armado en Colombia? En primer lugar, las relaciones económicas, es decir, la posición que los diferentes miembros de la sociedad ocupan en relación con los medios de producción. Por supuesto que estas relaciones de producción, o estructuras como las describimos, no son construcciones que antecedan o que existan de manera independiente de un entramado más vasto y complejo de relaciones sociales.

El nivel de desarrollo económico alcanzado por esta región del mundo que llamamos Latino América, y su modelo de inserción en la economía global que aún la sitúan como proveedora de bienes primarios de origen agrícola y como importador de bienes industriales, y de manera creciente de tecnologías para la producción, obliga a dar especial consideración a las estructuras relativas a la tenencia y uso de la tierra, especialmente aquella dedicada a las labores agropecuarias.

En todo caso, y a pesar de la importancia central que tiene el análisis de los modelos de tenencia de la tierra, y de los conflictos sociales a que ellos han dado origen, la metodología de investigación que sustenta el presente trabajo adopta, por fuerza, una perspectiva multicausal en la cual los partidos políticos tradicionales juegan un rol fundamental en el inacabado proceso de creación de la Nación colombiana.

Desde una perspectiva realista, y mediante un estudio de caso con valor tanto intrínseco como comparativo, este documento se centra en el análisis de las tendencias más recientes de nuestro largo conflicto armado, y hace una valoración, tentativa como todas las valoraciones, de los resultados que arroja la estrategia adoptada para enfrentar dicho conflicto, y señala los retos que tales resultados plantean para una disciplina social de carácter normativo como lo es el Derecho.

En este sentido, y como se plantea en la introducción, este es un trabajo construido con una perspectiva transdisciplinar que busca propiciar un diálogo entre el Derecho y la Ciencia Política.

Aunque el foco y la extensión de este trabajo no permiten verlo con claridad, no sobra mencionar que el trabajo se sustentó en una revisión amplia de fuentes secundarias sobre el conflicto armado, tanto en Colombia como a nivel regional y global, y en un amplio trabajo de campo que permitió la recolección de más de cincuenta entrevistas no estructuradas con distintos informantes cualificados que, desde su propia experiencia como individuos y como líderes religiosos, sindicales, gremiales, políticos, indígenas, etc. contribuyeron con el autor en construir una nueva mirada sobre nuestro más acuciante reto.

Finalmente, pero no por ello de menor importancia, conviene mencionar que el autor no reclama para sí una pretendida, e imposible, objetividad. Como persona que nació y que ha vivido la mayor parte del tiempo en Colombia, el estudio sistemático del conflicto interno que nos afecta ya por tantas décadas, es no solo un ejercicio intelectual, sino una manifestación concreta de hondas preocupaciones éticas y políticas que dan sustento a una tarea cuyo alcance corresponde juzgar al lector.

2. El conflicto interno armado en Colombia: difícil de entender, imposible de solucionar

El conflicto colombiano ha sido usado para ejemplificar aquellos casos que la literatura especializada describe como ‘profundamente enraizado’ (Burton, 1987); ‘intratable’ (Kriesberg y otros, 1989) o ‘excesivamente prolongados’ (Azar, 1990). Esta caracterización hace énfasis en el hecho de que no resulta fácil señalar una causa o grupo de causas claras que ayuden a comprender los altos niveles de violencia que existen en la sociedad colombiana.

Este ‘vacío explicativo’ permanece a pesar del hecho de que, durante los últimos quince años, importantes instituciones académicas, tanques de pensamiento y hacedores de política han producido un vasto cuerpo de sofisticados análisis sobre la situación colombiana. Quizás, la dificultad en llegar a conclusiones que generen algún tipo de consenso surge precisamente del hecho de que el conflicto haya durado por lo menos cuatro décadas. A lo largo de esos años, la naturaleza y escala del conflicto han sido afectadas por su propia dinámica, al igual que por los muchos cambios que han operado a nivel local, nacional e internacional.

Presentar de manera analítica los distintos paradigmas desde los cuales se ha buscado comprender el conflicto colombiano se encuentra claramente por fuera de los límites del presente trabajo. Nuestro propósito es el de presentar una breve reseña sobre sus tendencias recientes, al igual que sobre el impacto que él produce en términos económicos y sociales. La esperanza es que este documento les permita a aquellas personas que están menos familiarizadas con lo que está sucediendo –situación que, por paradójica que parezca, afecta también a una buena parte de nuestros compatriotas, aplastados literalmente por la enorme cantidad de noticias descontextualizadas y contradictorias que aparecen a diario en torno del conflicto– adquirir una visión global que les permita entender de mejor manera la situación.

Al comenzar este breve sumario sobre el conflicto y sus orígenes, resulta necesario anotar cómo una rápida mirada de nuestra historia podría llevar a la conclusión de que la violencia ha sido un elemento siempre presente en nuestro sistema político. El Siglo XIX fue testigo de un patrón recurrente de ‘Guerras Civiles’ en las cuales distintas facciones de las elites se enfrentaron alrededor de la mejor forma de organizar el Estado recientemente independizado. Los temas de conflicto fueron de distinta naturaleza, tales como la distribución del poder entre elites regionales claramente diferenciadas (Centralismo vs. Federalismo); el nivel de participación de la Iglesia Católica en los asuntos del Estado (Clericalismo vs. Secularismo);

el tipo de políticas comerciales más adecuadas para promover el crecimiento económico (Librecambio vs. Proteccionismo); el ritmo y la extensión de las transformaciones sociales y culturales (Modernización vs. Tradicionalismo), entre otras.

Como resultado de la incapacidad de la clase dirigente para desarrollar un proceso hegemónico (Poulantzas, 1973) Colombia entró al Siglo XX en medio de una larga y sangrienta guerra civil: La Guerra de los Mil Días. En el campo de batalla, campesinos adscritos a los dos partidos políticos tradicionales, Liberal y Conservador, se enfrentaron unos a otros en una lucha que produjo cerca de 100.000 muertos en un país que entonces apenas si sumaba los siete millones de habitantes (Caballero, 1980; Bergquist, 1978).

Paradójicamente, esta larga historia de conflicto armado ha dado origen a una fuerte tradición de compromisos políticos entre las élites que se vieron forzadas a acomodar sus distintos, pero cada vez más convergentes, intereses. Amnistías políticas, pactos de unidad nacional, Leyes de perdón y olvido, Programas desmovilización y reintegración de ex combatientes y hasta la instauración de un ‘Frente Nacional’, se convirtieron en herramientas, materializadas muchas de ellas a través de sendos instrumentos jurídicos, de la lucha política.

Algunos autores, como Pecault (2003: 19), afirman que como resultado de este proceso histórico, y de la fragmentación social a que el mismo dio lugar:

“El propio Estado no ha tenido más que una autoridad limitada. Las élites civiles se han puesto de acuerdo para limitar sus prerrogativas con el fin de ejercer más fácilmente su tutela sobre la gestión económica y social. Independientemente de las doctrinas que invoquen las élites, se ha impuesto una concepción liberal que limita al Estado a cumplir las tareas que ellas no pueden efectuar por sí mismas (…) Por su parte, las clases populares demuestran la mayor desconfianza hacia un Estado que no les garantiza el acceso a una ciudadanía social, y a menudo dan en una especie de anarco-liberalismo que conduce a que cada sector social intente conquistar por su cuenta y riesgo la ventajas que pueda (…) los factores anteriores …han favorecido la frecuente complementariedad de las reglas del derecho y del uso de la violencia en la definición del orden político y, ante todo, han contribuido a que las reglas de juego verdaderamente reconocidas sean las que resultan de las interacciones entre los diversos sectores”.

El proceso de ocupación y de explotación económica del extenso territorio colombiano ha tenido también un gran impacto en la debilidad del Estado. Desde la conquista española, los pueblos y las ciudades fueron fundados bien como puertos sobre el caribe o en la región andina. Alrededor de los mismos, un sistema de Encomiendas y Resguardos fue establecido. Aquellas, en dondequiera que han permanecido casi inalteradas, han dado origen a los extensos latifundios que en algunas pocas regiones han servido de base a la moderna industrialización de la agricultura. De otra parte, los resguardos indígenas, abolidos en su mayoría bajo el ímpetu reformador del liberalismo decimonónico, y sometidos a sucesivas divisiones como fruto del régimen de sucesiones vigente, constituye la base de la economía campesina que subsiste aun en la zona central y sur-occidental de la región Andina.

Desde los conflictos agrarios de los años 20, que dieron lugar a la expedición de la Ley 200 de 1936, pasando por los intentos de reforma agraria de los años 60, el país ha sido incapaz de modificar el modelo de tenencia y explotación de la tierra. El latifundio, en buena parte inexplotado o dedicado a labores de ganadería extensiva, al igual que el minifundio en el cual, por definición, hay un exceso de la mano de obra en relación con la tierra, se han convertido en factores de expulsión de trabajadores agrícolas. La migración interna e internacional, la ampliación de la frontera agrícola mediante la colonización espontánea o dirigida y, en última instancia, el cultivo de productos ilícitos y la vinculación del campesinado pobre y marginal con los primeros eslabones del narcotráfico, se han convertido en las válvulas de escape a esta situación social y políticamente explosiva.

En los últimos años, y como resultado de la estrategia de los actores armados ilegales de expulsar de sus territorios a aquellas personas que identificaban como apoyos de sus enemigos, y del deseo de los narcotraficantes de acaparar inmensas extensiones de tierra que les sirven a la vez como base y refugio para sus actividades ilegales, como mecanismo de lavado de activos y como fuente de prestigio y poder locales, se ha producido una verdadera contrarreforma agraria que tiene en el desplazamiento su otra cara, con todo el dramatismo que plantea este elemento de una crisis humanitaria de proporciones mundiales. (Sobre el tema de la tierra y la guerra, ver el interesante trabajo de Reyes: 2009)

Los resultados del proceso no podrían ser más elocuentes. De acuerdo con los resultados de un estudio del Instituto Geográfico Agustín Codazzi, llevado a cabo en el año 2004, el 0,4% de los propietarios rurales, esto es, cerca de 16.000 personas, concentran en sus manos el 61,2% de las tierras rurales registradas, un total aproximado de 47 millones de hectáreas. La mayoría de estas propiedades comprende extensiones de más de 500 hectáreas, y están localizadas en las áreas de mayor fertilidad y cercanía con las principales vías y mercados. En el otro extremo, el 97% de los propietarios registrados en el censo, cerca de 3.5 millones de productores agrícolas pobres, solo poseen el 24,2% del área rural nacional, esto es, cerca de 18 millones de hectáreas.

El fenómeno de concentración en la propiedad de la tierra es una de las causas principales de la pobreza rural, del desplazamiento interno, del atraso del sector agrícola pero, por sobre todo, del inadecuado uso de la tierra (…) Siempre se ha dicho que Colombia es un país agrícola. Sin embargo, las cifras sobre usos de la tierra demuestran lo contrario. Solamente el 3.6% de las propiedades rurales están dedicadas a propósitos agropecuarios. El territorio restante está cubierto por bosques (50,7%), pastizales (26%), vegetación de sabana (10%), otro tipo de vegetación (3.6%), depósitos de agua (2.7%) y arbustos (1.1%) …De acuerdo con las cifras de un estudio del Igac y Corpoica, cerca de 37 millones de hectáreas se encuentran inadecuadamente explotadas y están siendo utilizadas para actividades no propicias para su condición agro-ecológica. Esto significa que las tierras adecuadas para uso agrícola competitivo están siendo utilizadas para la ganadería extensiva, y viceversa. De la misma manera, tierras útiles para actividades agroforestales están siendo utilizadas en ganadería extensiva (…) El uso inadecuado de las tierras genera problemas de oferta alimentaria sub-óptima, abandono de tierras, baja productividad y rápida degradación de los ecosistemas al igual que la extensión de la frontera agraria (…) Como aspecto positivo en términos de la conservación del hábitat, el Director General del IGAC señaló el hecho de que cerca de la mitad de la tierra del país no ha sido aún intervenida por el hombre y conserva su vegetación original (…)” (Portafolio, Diario de Economía y Negocios, marzo 18 de 2004).

Tasas de desempleo muy por encima del 12% y cifras de subempleo que se acercan al 60% de la población económicamente activa demuestran claramente la imposibilidad del sector moderno de la economía de absorber la mano de obra expulsada de las áreas rurales.

En las áreas de frontera agrícola, algunas de las cuales fueron colonizadas bajo la orientación de la guerrilla, sobrevive un importante número de colombianos y colombianas, enfrentados no solamente a la dureza del terreno, del clima y de la lejanía, sino a la dureza de una guerra que, con los logros que ha tenido la seguridad democrática en materia de debilitamiento de la presencia guerrillera en las zonas centrales, se ha ido concentrando de manera creciente en las áreas periféricas del país (Sobre el tema ver los trabajos de Molano). En estas áreas “Los derechos de propiedad son litigiosos o precarios. Y son precisamente los derechos de propiedad los que definen quien recibe los frutos del trabajo, del capital, de la naturaleza, del esfuerzo colectivo, el gasto público o los pocos servicios disponibles (North: 1990) Estos derechos son los fundamentos de un orden social y su precariedad o definición imprecisa es una fuente de incertidumbre, inestabilidad y conflictos, así esa misma indefinición permita que cada individuo crea que tiene un chance, que compita con todas sus energías y, en fin, que en algunos casos prosperen” (PNUD, 2003: 22).

A la luz de la situación planteada, mi argumento central es que el conflicto agrario, esto es, las luchas sociales que se derivan de un modelo de tenencia de la tierra altamente concentrado, están claramente en la base de esta violencia tan prolongada. Ahora pasamos a mostrar, brevemente, cómo ha evolucionado dicho conflicto en los años recientes.

Durante los años de la ‘hegemonía liberal’, desde 1930 hasta 1946, los gobiernos introdujeron una serie de enmiendas constitucionales y legales con el fin de dar respuesta al creciente descontento social que prevalecía tanto en las áreas rurales como urbanas de un país que entraba en la era de la industrialización y la modernización:

Una reforma agraria que concedió derechos de propiedad a los poseedores rurales y que protegió los derechos de los arrendatarios fue puesta en vigencia, así como normas en materia de derecho laboral tanto colectivo como individual, normas que consagraron tanto el derecho de asociación sindical como el derecho de huelga como mecanismos para presionar por la mejora de las condiciones de trabajo.

Una creciente intervención del Estado en la economía fue también parte de esta nueva concepción sobre las funciones de este y, en la medida en que la situación fiscal hizo posible contar con mayores recursos públicos, algunas formas básicas de protección social fueron puestas en operación. Con el fin de fortalecer al Estado, su base fiscal se amplió mediante la introducción de un impuesto progresivo sobre la renta. Para los efectos de los argumentos planteados, no resulta superfluo mencionar que todas estas políticas fueron cobijadas bajo el slogan de ‘La Revolución en Marcha’.

Esta experiencia reformista de ‘La Revolución en Marcha’ pone de presente la habilidad de un sector de las élites para absorber y neutralizar las demandas sociales y políticas que surgían de las clases subalternas, al igual que para cooptar a sus líderes. Esta ha sido, en verdad, una de las funciones principales de los partidos tradicionales a lo largo de su historia: Introducir reformas paliativas para aliviar las tensiones que sobre el sistema político han producido los cambios que han tenido lugar en la estructura económica y social, manteniendo a la vez los elementos esenciales del orden existente (Ver Dix, 1967) El bloqueo posterior de este intento reformista, bajo los gobiernos conservadores de Ospina Pérez y de Laureano Gómez, constituye el antecedente más inmediato de esa etapa de la historia de Colombia que ha venido a ser conocida como ‘La Violencia’: La sangrienta y cruel confrontación que, extendiéndose desde finales de los años 1940 hasta el año de 1958, explotó como resultado de las rivalidades inter-partidistas y causó cerca de 200.000 muertos1.

En todo caso, los partidos tradicionales han sido capaces de mantener en operación las instituciones formales propias de una democracia liberal, y al mismo tiempo, de evitar el surgimiento o la consolidación de algún movimiento de tipo populista que pudiera poner en peligro sus intereses. Este es un aspecto en el cual la historia de Colombia contrasta claramente con la mayoría de los demás países de la América Latina. Como señala Palacios (2003): “Las clases dominantes de la ‘República Oligárquica’ no fueron nunca derrotadas y, por lo tanto, su experiencia y sensibilidad política son muy limitadas en la adopción de una actitud igualitaria. Esto ha impedido el establecimiento de un diálogo con las clases subalternas que permita llegar a un acuerdo con sus distintas organizaciones (…)”. El impacto que en la generalización del uso de la violencia ha tenido esta ‘ausencia de populismo’, constituye uno de los elementos esenciales para entender la tragedia en que nos debatimos. Corresponde por tanto hacer un análisis, aunque sea somero, del mismo.

Después de cuatro años de reformismo liberal bajo el gobierno de López Pumarejo (1934-1938), el nivel de consenso entre las élites en relación con el ritmo y la amplitud de las reformas a ser introducidas con el fin de promover la inclusión social puso en evidencia su fragilidad. El ala más tradicionalista del Partido Liberal, primero, y luego el Partido Conservador que regresó al poder como resultado de la división liberal en las elecciones del año 1946, introdujeron una ‘pausa’ en el proceso de cambio.

En 1948, el carismático líder popular (y populista), candidato oficial del Partido Liberal y seguro ganador de las elecciones del año 1950, Jorge Eliécer Gaitán, fue asesinado. Bogotá, el escenario del crimen, estalló. Los ataques violentos contra todo lo que la multitud enfurecida identificaba con el establecimiento, con la ‘oligarquía’ responsable del asesinato de su líder, y los saqueos que comenzaron en las primeras horas de la tarde de ese aciago 9 de abril, continuaron por cerca de tres días. Cuando las llamas fueron finalmente sofocadas, los más importantes edificios públicos y buena parte de los privados habían sido destruidos o seriamente dañados, y más de 5.000 personas habían sido asesinadas.

Pero los efectos del asesinato de Gaitán –crimen que aún permanece en la impunidad– se extendieron mucha más allá del centro geográfico y político. La violencia política, que ya se había hecho sentir con fuerza en los departamentos de Boyacá y Santander en los primeros años de la década de 1930, y que en los primeros de la década siguiente se habían extendido al Tolima, Santanderes, Antioquia y Valle, se tomó por completo los pueblos y veredas del país, con excepción de algunas pocas regiones del sur-occidente y de la costa norte.

En el año de 1963, el gran historiador inglés Eric Hobsbawn (2003) visitó nuestro país. En sus memorias sobre aquel viaje, anotaba:

“Pasé el año nuevo del año 1963 en Bogotá. Colombia era entonces un país a quien nadie por fuera de América Latina parecía conocer. Ese fue mi segundo descubrimiento. En el papel, un modelo de democracia constitucional bipartidista, casi inmune a cualquier cuartelazo o dictadura militar. En la realidad se había convertido en el campo de la muerte en América del Sur. Para ese entonces, Colombia había alcanzado una escalofriante tasa de homicidios, muy por encima de los 50 por cada 100.000 habitantes. Sin embargo, estas cifras palidecen frente al celo que los colombianos muestran por el asesinato en las postrimerías del Siglo XX (…) Al momento de escribir estas notas, tengo frente a mí las viejas páginas de los periódicos que coleccioné entonces. Ellas me familiarizaron con el término ‘Genocidio’ que los periodistas colombianos utilizaban para designar las pequeñas masacres que tenían lugar en las áreas rurales o entre los pasajeros de los buses de línea, 16 víctimas aquí, 18 allá, 24 más adelante. Pero, ¿quiénes eran las víctimas y quiénes los asesinos? ‘El vocero del Ministerio de Defensa ha dicho que es imposible llegar a una conclusión definitiva sobre quiénes fueron los perpetradores de los crímenes, como quiera que las veredas en esa zona (Santander) son frecuentemente afectados por venganzas entre los afiliados a los partidos políticos tradicionales, el Liberal y el Conservador’. La oleada de guerra civil denominada ‘La Violencia’, habiendo comenzado en 1948, se consideraba oficialmente concluida largo tiempo atrás, y sin embargo causó 19.000 víctimas en ese año tranquilo de 1963. Colombia era, y es aún hoy la prueba de que la reforma gradual del marco de una democracia liberal no es la única alternativa, ni siquiera la más conveniente, frente a una revolución social y política, aun de aquellas que resultan fallidas. Yo descubrí un país en donde el haber evitado una revolución social hizo que la violencia se convirtiera en el centro, constante y universal, de la vida pública (…) Tal como escribí entonces, a mi regreso del viaje, Colombia ‘estaba viviendo la más grande movilización campesina armada (bien fuera como guerrilleros, bandidos o grupos de auto-defensa) en la historia reciente del hemisferio occidental, excepción hecha de algunos momentos específicos de la Revolución Mexicana’”.

Este proceso de confrontación violenta entre los campesinos afiliados a los partidos Liberal o Conservador durante los años de ‘La Violencia’, habría de traer importantes consecuencias en relación con la situación actual.

En 1958, después de concluida una breve dictadura militar (promovida por importantes sectores de los partidos tradicionales en un intento por poner fin a una violencia que amenazaba con salirse de su control) un régimen bipartidista, obligatorio y excluyente, fue adoptado mediante un Plebiscito. El mismo contemplaba, bajo el concepto de ‘Frente Nacional’, un sistema de alternación en el ejercicio del poder ejecutivo y un sistema de paridad en el legislativo y el judicial. Este sistema representó una nueva vuelta al de por sí cerrado y poco representativo sistema político (Klein, 1980)

En 1953, el Partido Comunista Colombiano, que había jugado un papel muy activo en la organización del campesinado y en la promoción de las invasiones de tierras durante los años 1920, fue declarado ilegal y su dirigencia perseguida y encarcelada. Con el apoyo de los Estados Unidos, desde el año 1962 en adelante, el gobierno lanzó masivos ataques militares contra las áreas donde los comunistas habían establecido organizaciones de auto-defensa campesina. En medio de la paranoia propia de la Guerra Fría, líderes políticos, medios de comunicación y el propio gobierno denunciaron estas áreas como ‘Repúblicas Independientes’, y una cabeza de playa del ‘Comunismo Internacional’ en su intento por apoderarse del país.

Después de 1965, los movimientos de guerrillas campesinas se fueron radicalizando políticamente y pasaron de la auto-defensa a la guerra revolucionaria. Esta es al menos la historia de las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia), el más antiguo y fuerte de los movimientos guerrilleros que surgió como resultado de la evolución de los grupos de campesinos que habían aprendido las estrategias y tácticas de la guerra de guerrillas durante los sangrientos años de ‘La Violencia’. (Pizarro, 1992).

Otros grupos guerrilleros de la misma época, como el Ejército de Liberación Nacional – ELN surgieron de núcleos más urbanos e intelectuales, quienes se encargaron de ponerse en contacto con reductos de guerrillas liberales que operaban en el Magdalena Medio santandereano, a cuya radicalización política contribuyeron en un esfuerzo por recrear en Colombia la experiencia cubana y guevarista del ‘foco revolucionario’. El EPL (Ejército Popular de Liberación), por su parte, es el resultado del intento de un ala radical del Partido Comunista Colombiano, la así llamada ‘Línea Marxista-Leninista’, de crear ‘zonas liberadas’ desde las cuales dar inicio a la ‘Gran Marcha’ en la más pura tradición maoísta.

Límites de tiempo y espacio nos impiden hacer un análisis más profundo sobre la evolución que han tenido estos distintos movimientos, al igual que sobre el grado de participación que en el desarrollo de nuestro conflicto ha tenido la política exterior de los Estados Unidos. No obstante, al menos una breve referencia a los aspectos centrales de la política contrainsurgente puesta en práctica por los Estados Unidos en América Latina resulta necesaria para entender las complejidades de la situación presente.

Desde el comienzo de los años 1960, con el apoyo de los Estados Unidos, el gobierno de Colombia promovió la organización de ‘unidades de auto-defensa’ responsables de brindar apoyo a las Fuerzas Armadas en su combate a lo que se percibía como una amenaza comunista. De conformidad con los manuales operativos del Ejército de Colombia, un grupo de auto-defensa ‘es una organización de naturaleza militar conformada con personal civil seleccionado de entre los habitantes de la zona de combate quienes son entrenados y equipados para llevar a cabo acciones contra un grupo de guerrillas’ (Scott, 2003: 77). En honor a la verdad, hay que decir que este componente de la estrategia contrainsurgente no ha sido exclusivo de Colombia. El mismo ha sido ampliamente empleado en América Latina, bajo diferentes nombres, tales como las ‘Rondas Campesinas’ del Perú bajo Fujimori, o las ‘Patrullas Civiles’ bajo las dictaduras militares o civiles en Guatemala.

A pesar de haber sido oficialmente disueltas y sus vínculos con el Estado formalmente rotos, en los años recientes los grupos paramilitares, como han venido a ser conocidos, adquirieron un enorme poder financiero, político y militar.

“Durante los años 80 el movimiento paramilitar se desplegó primeramente hacia otras regiones donde narcotraficantes habían comprado grandes haciendas y luego hacia regiones de bonanza agrícola o minera para disputarles la riqueza a las guerrillas. Hacia finales del decenio se había extendido a Córdoba y Urabá, donde formó las Autodefensas Unidas de Córdoba y Urabá (ACU); al nororiente antioqueño, donde creó el movimiento Muerte a Revolucionarios del nordeste; al Magdalena, alrededor de la Sierra Nevada de Santa Marta; y hacia el sur, en Meta, Caquetá, Guaviare y Putumayo. Abarcaba pues el eje Urabá-Córdoba-bajo Cauca-Magdalena Medio-Meta y era perceptible el propósito de expansión adicional, con la fundación de escuelas de entrenamiento en Puerto López (Meta), en Cimitarra y en Puerto Boyacá (…) Aunque al principio fue financiado básicamente por traficantes asociados con el cartel de Medellín, el paramilitarismo recibió apoyo de distintos sectores: empresarios mineros, en especial esmeralderos; grandes o medianos terratenientes y comerciantes de distintas regiones; dirigentes políticos y algunos integrantes de la fuerza pública (…) En Córdoba, las autodefensas se articularon con terratenientes, narcotraficantes y algunos elementos de la fuerza pública. Sus orígenes se remontan al decenio de los 80, como grupos de reacción ante ataques del EPL o ante invasiones campesinas. La compra de tierras por parte de narcotraficantes y la consolidación del latifundio ganadero condujeron a la expansión de estos grupos, que pronto pasaron de la defensiva a la ofensiva” (PNUD, 2003: 59).

Como se puede fácilmente deducir de lo dicho hasta el momento, la geografía del conflicto coincide con el permanente proceso de ampliación de la frontera agraria, y está marcada por los choques entre los actores armados que ejercen control sobre la población de colonos. Las áreas consolidadas como resultado de la colonización armada (Ramírez Tobón, 1990) constituyen la retaguardia estratégica de la guerrilla. Otras áreas, en donde las fuerzas combinadas del ejército oficial y de los paramilitares han expulsado a las guerrillas, constituyeron hasta hace pocos años el sangriento escenario donde la mayoría de muertes tuvieron lugar.

Presiones financieras derivadas de la necesidad de sostener un ejército que en su pico llegó a contar con cerca de 23.000 combatientes explican el esfuerzo de la guerrilla por hacer presencia en las áreas de bonanza económica, tales como las áreas de producción petrolera, carbonífera y de otros minerales.

En un giro trágico de la historia reciente, son las áreas de colonización campesina aquellas en donde tiene lugar la mayor parte de los cultivos ilícitos de hoja de coca y de amapola, y en donde se encuentran los ‘laboratorios’ para la elaboración de la cocaína y la heroína. En los años recientes, el nivel de participación de los movimientos guerrilleros en el tráfico de drogas se incrementó sensiblemente. De la protección armada de los campesinos cultivadores y raspachines y el cobro de gramaje a los narcotraficantes, la guerrilla pasó a la promoción deliberada de los cultivos, la monopolización de la producción y tráfico interno y, más recientemente, a la creciente participación en las redes internacionales de tráfico de drogas, contrabando de armas y lavado de activos.

La creciente participación de las guerrillas, particularmente de las FARC, en el tráfico de drogas sirve de base al argumento de algunos académicos como Miall y otros (1999: 33) y de diseñadores de políticas públicas como Collier (2001) y sus colegas en el Banco Mundial para negar el carácter político del conflicto. Para ellos, así como para los gobiernos de Colombia y de Estados Unidos, los líderes de la guerrilla se han convertido en simples ‘Capos de la Droga’ y ‘Terroristas’ con quienes no resulta posible llevar a cabo negociación política alguna. Desde su perspectiva, la guerra misma ha cambiado de naturaleza y se ha convertido en esencialmente económica. La avaricia parece ser su motor.

En este contexto, el uso de herbicidas para la erradicación de cultivos ilícitos y la militarización creciente de la sociedad en todos sus niveles se consideran como respuestas adecuadas a esta amenaza. La ‘Guerra contra las Drogas’ y la ‘Guerra contra el Terror’ se han convertido en los eslóganes que resumen y legitiman la política oficial.

El nivel de participación de los paramilitares en el tráfico de drogas ha sido aun mayor. En palabras de su antiguo líder, Carlos Castaño, no menos del 70% de sus finanzas se derivaban de ingresos recaudados en las áreas de cultivos ilícitos. Castaño mismo, al igual que otros líderes paramilitares, fueron requeridos en extradición por los Estados Unidos bajo cargos de conspiración para el tráfico de drogas. Esta declaración oficial no ha impedido, sin embargo, que el gobierno de aquel país haya mantenido bien documentados vínculos con estos grupos, como parte de su estrategia de ‘Seguridad Nacional’.

Resumiendo el argumento hasta ahora presentado en relación con los orígenes y dinámica del paramilitarismo, vemos como la incapacidad del Estado para garantizar un orden social mínimo ha dado lugar a la creación de distintas formas de autodefensa. Grandes terratenientes, que en muchas regiones y por muchas décadas han jugado también el papel de indiscutidos jefes políticos, han utilizado sus ejércitos privados para apoderarse de tierras abiertas por los colonos campesinos o para expulsarlos de las que ellos habían invadido previamente. En muchos casos, estos despojos se han producido con el apoyo abierto o soterrado de oficiales del ejército, jueces, y otros miembros de fuerzas de seguridad del Estado.

En los años recientes, una fuerte alianza entre grandes terratenientes, narcotraficantes, empresarios agrícolas y grandes y medianos comerciantes dio lugar a una impresionante fuerza paramilitar que llegó a contar con cerca de 16.000 hombres en armas.

En el otro lado de esta dinámica económica, social y demográfica, los campesinos y colonos pobres que han abierto la frontera agrícola y se han convertido en años recientes en cultivadores de productos ilícitos y en raspachines, fueron pasando progresivamente de los movimientos de auto- defensa campesina, que en muchos casos sirvieron de marco a los procesos de colonización de tierras, para dar paso a las guerrillas tal y como las conocemos hoy en día.

Pero la influencia del dinero de la droga no se ha limitado a las áreas marginales del país. Ella ha hecho sentir su peso en el centro mismo del escenario político. Al respecto, basta con recordar cuando en 1994, agentes antidrogas de los Estados Unidos filtraron a la prensa las conversaciones grabadas que daban cuenta de la financiación de la campaña del candidato oficial del Partido Liberal y Presidente electo, Ernesto Samper Pizano, por parte de los carteles de la droga, especialmente el de Cali.

Como es verdad sabida, los niveles de corrupción de la ‘Clase Política’ son muy altos. No solo envuelven la protección política de los barones de la droga, sino que incluyen toda clase de asaltos al erario público. Desde los años 1990, decenas de congresistas, influyentes periodistas y presentadores y altos funcionarios de todas las ramas del poder público han sido acusados, y muchos condenados, por actos de corrupción. En este contexto, no resulta sorprendente ver los bajos niveles de legitimidad de que goza el Estado, a pesar de la popularidad coyuntural de que pueda gozar un gobierno en particular.

Habiendo presentado analíticamente los orígenes y dinámicas del conflicto armado y sus actores principales, corresponde ahora revisar la dinámica que el mismo ha tenido bajo la actual administración.

3. Logros y vacíos de la “Seguridad Democrática”

El actual gobierno, bajo el liderazgo de Alvaro Uribe Vélez, ganó las elecciones de 2002 con el apoyo de aquellos que estaban enfurecidos con la arrogancia demostrada por las guerrillas durante los frustrados diálogos del Caguán. Sin lugar a dudas, el apoyo electoral en su primera y segunda elección, al igual que la inmensa popularidad de que goza el gobierno según las encuestas publicadas (casi siempre por encima del 70%) reflejan bien la rabia y la desesperación de la gente común con los niveles de violencia, las muertes, el secuestro y la destrucción que el conflicto ha generado.

Lamentablemente, además del apoyo popular y legítimo con que ha contado el gobierno, también han hecho parte de su soporte otros sectores, totalmente inaceptables desde una perspectiva democrática: En su oportunidad, Carlos Castaño declaró haber elegido al menos una tercera parte del Congreso. Esta declaración, que en su momento parecía ser tan solo una bravuconada más, resultó ampliamente confirmada con las investigaciones, aun inconclusas, sobre la llamada ‘Parapolítica’.

De otro lado, los vínculos entre los paramilitares y las fuerzas regulares del Estado se están haciendo cada día más claras a medida que avanzan las investigaciones sobre lo acontecido en Urabá, caso del General Rito Alejo del Río, o en el caso de la operación ‘Orión’ en las comunas de Medellín, caso de los Generales Montoya y Gallego, para mencionar solo unos de los casos que se ventilan en los estrados judiciales, y que llevan al límite la capacidad de la rama judicial para impartir pronta y efectiva justicia.

La estrategia central del gobierno Uribe, su llamada política de ‘Seguridad Democrática’, tiene como pilar el negar el carácter político a la guerrilla. En el lenguaje oficial, ella se ha convertido en una fuerza ‘Terrorista’, ‘Criminal’, etc. Toda posibilidad de diálogo político ha sido condicionada a un cese de fuego unilateral de parte de la guerrilla, y a la liberación de todoslos secuestrados, de carácter político y económico, que esta mantiene en su poder. En este campo, el éxito rotundo de la operación ‘Jaque’ ha restado importancia al tema del intercambio humanitario que se encuentra empantanado, para desgracia de los que permanecen secuestrados y de sus familias, y ante la indiferencia general.

El gobierno ha mantenido una política de fuerte control del orden público. Dentro de la misma, se ha promovido la creación de ‘Soldados Campesinos’ encargados del cuidado de las áreas rurales en donde habitan, al igual que la creación de una amplia red de informantes pagados. Esto ha creado, como es natural, una fuerte preocupación entre los defensores y promotores de los Derechos Humanos, quienes temen que estas medidas conlleven a borrar la distinción fundamental entre combatientes y no-combatientes, y que como consecuencia los civiles resulten fuertemente lesionados en sus derechos.

La información disponible sobre las ‘Chuzadas’ llevadas a cabo por el Departamento Administrativo de Seguridad – DAS, en contra de incontables personalidades, líderes políticos, miembros de Comisiones Internacionales de Derechos Humanos, jueces, periodistas, en fin, es una muestra clara de los peligros de una política centrada en lo que se define como seguridad del Estado, y sin cortapisas en materia de respeto de los derechos fundamentales del individuo.

Sin lugar a dudas, la tendencia reciente del conflicto armado en Colombia ha sido hacia una creciente militarización de la sociedad. El conflicto es percibido como un problema de orden público que debe ser resuelto por la vía militar, no política.

“(…) la etiología social de la violencia no ha sido materia del gran debate electoral. Las movilizaciones y protestas populares, en especial las campesinas e indígenas, tienden a ser tratadas con mano dura (…) La militarización del conflicto se refleja más que todo en la ostensible falta de avances políticos a lo largo de casi medio siglo. Ni reformas conquistadas por la insurgencia, ni creciente legitimidad del Estado… ni acercamientos o transacciones programáticas que son la esencia del quehacer político” (PNUD, 2003: 83)

El escalamiento del conflicto armado ha obligado a incrementar el número de combatientes. En el caso del Estado, el número de hombres y mujeres vinculados a las fuerzas de seguridad se acerca al medio millón. En el caso de la guerrilla, en su momento pico se llegó a considerar que contaba con cerca de 23.000 combatientes, organizados en 62 frentes y siete bloques con presencia en casi todo el territorio nacional. En el caso de los paramilitares, el proceso de desmovilización acordado en el marco de las negociaciones de Ralito, significó la reincorporación de un poco más de 30.000 miembros, aunque seguramente una gran parte de ellos no correspondían a combatientes, sino a simpatizantes y auxiliares de distintas categorías, o a grupos de personas vulnerables que fueron reclutados con el único fin de inflar artificialmente las cifras y por ende su capacidad negociadora.

En términos de impacto, el conflicto está lejos aún de terminar, Durante los años recientes, el número de víctimas fluctuó de un pico de casi 29.000 en 1991, a un estimado de 17.000 en 2001. Ello representa una tasa promedio de 67 víctimas por cada 100.000 habitantes, aun una cifra muy alta frente a cualquier estándar. A pesar de que las cifras sobre el desplazamiento interno son fuertemente discutidas, resulta claro que en los últimos años, y como elemento central de la estrategia de algunos de sus actores, el conflicto obligó a entre 2 y 3 millones de personas a abandonar sus hogares y a comenzar un éxodo que aun no termina.

El gobierno está muy satisfecho con los resultados de su estrategia, en particular con la reducción de algunas de las formas de violencia, especialmente el número de víctimas mortales, de secuestrados, de bloqueos de carreteras y ataques a la infraestructura económica. Durante algunos años, estos avances en términos de seguridad, en particular en las áreas centrales del país, coincidió con tasas de crecimiento económico de cerca del 7% anual, fruto sin duda de las mejores condiciones de los mercados internacionales para los productos primarios, y de las mejores condiciones de seguridad, política y jurídica, de que gozaron los inversionistas privados.

Las cifras de popularidad de que goza el Presidente Uribe, a las que ya aludimos, reflejan un clima general de optimismo en el país y de satisfacción con la política estatal en materia de seguridad y con sus resultados. Una mirada más a fondo de la situación obliga a adoptar una actitud más cauta, según se analiza en la parte final de este artículo.

CONCLUSIONES

COLOMBIA EN EL 2009: UNA CRISIS INCESANTE

En medio del clima de optimismo casi general que impera en Colombia hoy, el título de este apartado parecería ser la voz aislada de un pesimista incurable. Corresponde entonces hacer explícitas las bases de esta postura.

En primer término, mi preocupación surge del hecho de considerar que buena parte de los avances que en el terreno militar ha tenido el Estado en su confrontación con las principales fuerzas insurgentes, se ha logrado al precio de mantener, fortalecer o profundizar alianzas con sectores sociales que actúan desde la ilegalidad. Estoy aludiendo aquí a los vínculos demostrados entre sectores de las Fuerzas Armadas y los paramilitares, y entre estos y amplios sectores de la clase política tradicional, especialmente las élites de carácter regional.

En este orden de ideas, los avances en el campo militar no han ido acompañados de un avance correlativo en el campo de la legitimidad del Estado. Esta constituye, a no dudarlo, una debilidad estructural del modelo de seguridad en cuestión.

De otro lado, y como corolario en buena medida de lo anterior, la situación en materia de Derechos Humanos no ha registrado una mejora importante. En el año de 2003, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos denunciaba “serias, masivas y sistemáticas violaciones de los Derechos Humanos durante los años anteriores, algunas de las cuales constituyen crímenes contra la humanidad”

Hace pocos días, los informes preliminares presentados por los relatores de Naciones Unidas para las ejecuciones extrajudiciales y para la protección de las comunidades indígenas, daban cuenta de la terrible situación que se deriva de los llamados ‘falsos positivos’ y del asesinato sistemático de que están siendo víctima los líderes indígenas que luchan por la defensa de su territorio, de sus medios de subsistencia y de sus costumbres.

Para desgracia de la mayoría de los colombianos que habitamos en las zonas urbanas, los avances en materia de seguridad en las áreas rurales han tenido lugar a costa de una sensible desmejora en las condiciones de seguridad en los pueblos y ciudades. Las cifras sobre homicidios en ciudades como Medellín parecen salidas de control, al parecer como resultado de la crisis de un modelo de gobernabilidad en el cual actores armados ilegales, en particular los paramilitares, jugaban un papel fundamental en el control del orden público en importantes áreas de la ciudad. Una situación similar, en cuanto al número de homicidios, se registra en ciudades como Cali y Bogotá, sin que las autoridades hayan podido encontrar la fórmula para frenar el crecimiento de estas y otras formas de criminalidad.

El auge de la economía ha llegado a su fin, y el Estado se ha mostrado incapaz de ahorrar en tiempos de bonanza para efectuar un monto importante de gasto público que contrarreste la tendencia del ciclo económico. La sostenibilidad de una estrategia de seguridad costosa en términos financieros ha hecho necesario el volver permanentes los impuestos transitorios para financiar la seguridad, al igual que la ampliación de su base.

El gasto militar se ha disparado y representa alrededor del 8% del presupuesto público, y cerca del 3.6% del Producto Interno Bruto. Desde el año 2000, nuestro país se ha convertido en una prioridad para la seguridad nacional de los Estados Unidos, y Colombia se ha convertido en el tercer país en el mundo, después de Israel y Egipto, en materia de recepción de ayuda militar de aquel país. Una muy escasa parte de los fondos recibidos en ayuda externa se destinan al fortalecimiento institucional, a la promoción y protección de los derechos humanos, o al restablecimiento de los derechos de las víctimas del conflicto.

El tema de seguridad, entendido en su acepción más limitada de seguridad pública basada en la fuerza, se ha convertido en el punto central de la agenda pública, absorbiendo todas las energías de la sociedad e impidiendo que se aborden otros problemas tan graves como los altos niveles de desempleo; la pobreza y la miseria rampantes; la situación de los menores de edad, de las mujeres, de los desplazados y demás poblaciones vulnerables. En todo caso, las políticas de corte asistencialista puestas en ejecución resultan insuficientes en sus coberturas y francamente inadecuadas en crear las condiciones para que las poblaciones de beneficiarios puedan pasar de su estado de víctimas a la de ciudadanos con plenos derechos.

La personalización excesiva de la política, la desinstitucionalización de las relaciones entre el Estado – en particular el gobierno – y la ciudadanía, han creado la sensación entre amplios sectores del electorado de que el bienestar del país depende de la presencia ilimitada de un líder de capacidades únicas. Por supuesto, este tipo de caudillismo, común también en otros países de nuestra América Latina, es expresión de una crisis de legitimidad profunda de los partidos políticos, del Congreso, de los medios de comunicación, de los gremios, sindicatos y asociaciones cívicas que constituyen el nervio y la sangre de una democracia real que aún está lejos de consolidarse entre nosotros.

En todos estos ámbitos, la situación nacional plantea enormes retos a quienes somos a la vez estudiosos y practicantes del Derecho. La lucha contra la impunidad, incluida la derivada de los crímenes de lesa humanidad y de los genocidios que agotaron buena parte del liderazgo político. La lucha por la defensa de los Derechos Humanos. El combate a la corrupción en todas sus manifestaciones. La aplicación eficaz de un sistema de justicia transicional que haga posible la dejación de las armas por parte de los actores armados ilegales y permita su plena reincorporación a la vida civil. La efectiva garantía de los derechos fundamentales a la salud, la educación, la vivienda y el empleo dignos, en fin, la larga lista programática contenida en la Constitución de 1991 y en últimas la defensa de este modelo constitucional.

Y ya para concluir este análisis, debo también mencionar el reto que en materia de relaciones internacionales y de respeto a los principios del Derecho Internacional, surgen de la alineación creciente de Colombia con la política exterior de los Estados Unidos, el último de cuyos desarrollos lo constituye la autorización – ¿por fuera del marco constitucional y legal? – del uso de siete bases militares colombianas por parte de tropas y contratistas de seguridad de los Estados Unidos, decisión que amenaza con aislarnos aún más de nuestros vecinos y de involucrarnos de manera más profunda con otros conflictos de larga duración que afectan otras regiones del mundo.

Como lo señalaba el analista Alejandro Gaviria en su columna de El Espectador del 9 de agosto del presente año, en una de las tantas paradojas que nos presenta la historia, el éxito de la política de seguridad democrática en expulsar del centro a la insurgencia, ha reforzado su presencia en las zonas de frontera y ha hecho que la lucha militar que se lleva a cabo en esas zonas, y que ya en una ocasión conllevó a la flagrante violación de la integridad territorial de un país vecino, amenace con convertir en internacional a un conflicto interno que parecía estar en vías de resolverse. De otra parte, la errada política internacional del Gobierno, que acusa a varios Presidentes de la región de ser apoyos velados de las FARC, ha terminado por darle a una guerrilla diezmada militar y políticamente, una fuerza de importancia continental.

A pesar del tono de algunas de las reflexiones anteriores, el mensaje que se busca trasmitir no es el del pesimismo derrotista, sino del realismo que busca medir en toda su dimensión los retos que plantea nuestra compleja y dolorosa realidad. Solo de esta manera será posible promover una movilización total y permanente de quienes creemos en el Derecho como una fuerza capaz de ayudar en el proceso de construcción de una sociedad más igualitaria, más incluyente, más democrática, más participativa y, como corolario de todo ello, de una sociedad que pueda por fin vivir en Paz.

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1 Estamos haciendo referencia aquí al llamado periodo clásico de La Violencia, así con mayúscula. El lenguaje, al hacer responsable a esta fuerza anónima de ‘La Violencia’ de todos los crímenes instigados y cometidos durante este periodo, ha servido para cobijar con el manto de la impunidad a quienes ejecutaron los actos, los promovieron y derivaron beneficios o se lucraron con sus resultados.