RESUMEN

El artículo tiene como objetivo examinar la cuestión de la participación ciudadana en el Estado Democrático y Social de Derecho. El tema se estudia desde la perspectiva del interés general, del contexto del Estado de Bienestar, de la reforma del Estado y su impacto en la participación, entendida como objetivo y como método, siempre desde la perspectiva de la dignidad humana y de los derechos fundamentales.

Palabras clave: Participación, Estado Social y Democrático de Derecho, interés general.

The article aims to examine the topic of citizen participation in the Social and Democratic State. The subject is studied from the viewpoint of general interest, the context of the Welfare State, State reform and its impact on participation, understood as an objective and as a method, always from the perspective of Human Dignity and Fundamental Rights.

Keywords: Participation, Social-Democratic State, general interest.

O artigo tem como objetivo analisar a questão da participação dos cidadãos no Estado democrático e social de direito. O assunto é estudado na perspectiva do interesse geral, no contexto do Estado social, da reforma do Estado e do seu impacto sobre a participação, entendida como objetivo e método, sempre na perspectiva da dignidade humana e dos direitos fundamentais .

Palavras-chave: Participação, Estado social e democrático de direito, interesse geral.

Palabras clave: Participación, Estado Social y Democrático de Derecho, interés general,

Jaime Rodríguez-Arana

Catedrático de derecho administrativo. Presidente de la sección española del instituto internacional de ciencias administrativas. Presidente del foro iberoamericano de derecho administrativo.

*El presente artículo es un trabajo de reflexión en el que se proyectan los postulados de Estado social y democrático de Derecho sobre la forma de comprender el interés general, concepto clave del Derecho Administrativo moderno. En concreto, en las presentes líneas se propone una nueva forma de comprender la participación ciudadana tras el fracaso de la versión estática del Estado de bienestar.

Fecha de recepción: 21 de Febrero 2014

Fecha de revisión: 7 de Marzo 2014

Fecha de aceptación: 5 de Mayo 2014

INTRODUCCIÓN

Una de las polémicas más interesantes a las que podemos asistir en estos momentos es la de la función del Estado en relación con la sociedad y con las personas, sobre todo en un momento de crisis general que también afecta al denominado Estado de bienestar. Una crisis anunciada tiempo atrás, desde que la deriva estática de esa gran conquista social del siglo pasado sustituyó a una forma dinámica de entender la función del Estado en relación con la sociedad y sus habitantes.

En efecto, la tentación de muchos dirigentes públicos de usar los medios del Estado: ayudas, subvenciones o subsidios al servicio de su perpetuación en el poder ha arrojado unos resultados desoladores. La banca, que entendió que su gran negocio sería financiar toda clase de actividades y servicios para los poderes públicos, contribuyó, no poco, al elefantiásico endeudamiento y crecimiento exponencial del aparato público en todas sus dimensiones, sea en el ámbito institucional sea en el ámbito territorial.

PARTICIPACIÓN E INTERÉS GENERAL

La participación, esa gran directriz política de la arquitectura constitucional del Estado social y democrático de Derecho, ha sido preterida, olvidada, hasta desnaturalizada por esa versión cerrada y unilateral del poder político y financiero que se ha instalado en las tecnoestructuras dominantes en los últimos años. Sin embargo, la juventud de este tiempo no está ni mucho menos por la labor de silencio y complacencia que ha caracterizado, que pena, a no pocos sectores sociales, incapacitados, a causa de su caída en el consumismo insolidario, a levantar la voz para reclamar que los asuntos de interés general deben administrarse contando con los ciudadanos. Por una poderosa razón que en estas líneas vamos a exponer, con ocasión y sin ella, porque es capital a día de hoy: el interés de todos y cada uno de los ciudadanos, como miembros del cuerpo social, ya no se define o gestiona desde la cúpula, de forma unilateral. Ahora, y esto es lo relevante, los intereses generales han de conformarse contando con la participación de la sociedad, de los sectores implicados o concernidos por razón de la materia.

A pesar de la letra y de la exégesis del artículo 9.2 de la Constitución española de 1978, que manda a los poderes públicos facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social, la realidad, la que se puede percibir y registrar, es la de una obvia ausencia de la ciudadanía en los asuntos más relevantes de la vida política, económica, cultural y social. La razón es bien clara: el interés general ha sido objeto de apropiación creciente por las tecnoestructuras políticas, financieras y mediáticas que han configurado un entramado impermeable a la vitalidad de lo real, destinado a sacar rédito a ese consumismo insolidario desde el que se ha ido, poco a poco, separando al pueblo del ejercicio de las principales cualidades democráticos que aportan temple cívico y vida real al sistema.

El gran problema es que esta situación de monopolio y utilización unilateral del interés general tenía fecha de caducidad porque los fondos públicos no son infinitos y la capacidad de engaño y falsificación de la realidad tiene límites. En estas, o por estas causas, sobrevino una feroz y dramática crisis que hasta ahora ha sido hábil y sutilmente manejada por algunos de los más conspicuos representantes de esta voraz tecnoestructura, pero que acabará devorando a sus principales instigadores. La indignación de millones de personas, quienes se han despertado del sueño consumista, irá en aumento y el deseo de participación real del pueblo, sobre todo de los más jóvenes, obligará en tantos aspectos de la vida política, social, económica y cultural a introducir grandes cambios. Grandes cambios y transformaciones que deben empezar por una evaluación y análisis exhaustivo de los cimientos y basamentos del sistema. No para cambiarlos todos, sino para remozarlos y apuntalarlos sobre los valores primigenios de la democracia que, en este tiempo, se convirtió en el gobierno de una minoría, para una minoría y por una minoría, en lugar de ser el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, en la ya clásica expresión de Abraham Lincoln.

En este sentido, urge recuperar el sentido y funcionalidad del interés general en el Estado social y democrático de Derecho para que se abra a la vitalidad de la realidad, y de la vida ciudadana, en lugar de seguir en manos de la unilateralidad. Ahora bien, para proceder intelectualmente a la reconstrucción de estos cimientos es menester conocer, en alguna medida, las causas de este letal secuestro del interés general por las minorías dirigentes, en diversos ámbitos. Las relaciones entre el Estado y la Sociedad, fundamentales en el modelo de Estado en el que estamos inscritos, han sido objeto de una peculiar forma de comprender el sentido del poder, el sentido de la participación, el sentido del sistema democrático.

En efecto, a la vista de lo que está aconteciendo, podríamos preguntarnos: ¿Por qué ha entrado en crisis esta forma de entender las relaciones Estado-Sociedad?. Me parece que, entre otras razones, hemos de anotar que el Estado, que está al servicio del interés general y del bienestar general, se olvidó, y no pocas veces, de los problemas reales del pueblo. Claro, el Estado no es un ente moral o de razón únicamente, el Estado es lo que sus dirigentes en cada momento quieren que sea, ni más ni menos. Es decir, el Estado, al contrario de lo que pensaba Hegel, para quien era la suma perfección, por encarnar el ideal ético en sí mismo, tiene pasiones, tiene tentaciones, porque está compuesto por seres humanos. Esta realidad se constata todos los días y en todos los países con sólo abrir las páginas del periódico o asomarse a los telediarios con cierta frecuencia.

Por eso, la reforma del Estado actual hace necesario colocar en el centro de la actividad pública la preocupación por las personas, por sus derechos, por sus aspiraciones, por sus expectativas, por sus problemas, por sus dificultades o por sus ilusiones. Sobre todo porque el Estado se justifica para la protección, promoción y preservación de la dignidad del ser humano.

PARTICIPACIÓN Y ESTADO DE BIENESTAR

El modelo de Estado “intervencionista” acabó por ser un fin en sí mismo, como el gasto público y la burocracia. Ahí tenemos los datos de la deuda pública, de desempleo, del número de funcionarios y empleados públicos, que hablan por sí solos y nos eximen de largos comentarios. Hoy más que nunca hay que recordar que el Estado es de la ciudadanía, que la burocracia es del pueblo y que los intereses generales deben definirse con la activa participación de todos los miembros del cuerpo social. De lo contrario, se desnaturaliza el sistema y se pone a disposición de quienes lo usan para su propio beneficio, tal y como ha acontecido en estos años.

En este sentido se entenderá, sin demasiados problemas, que la reforma del Estado del bienestar no puede depender de una ideología en la configuración de su proyecto, porque la acción pública se delimita hoy por una renuncia expresa a todo dogmatismo político y por la apuesta hacia ese flexible dinamismo que acompaña a la realidad y, por ello, a los problemas de las personas. Hoy, al parecer, la ideología cerrada aporta sobre todo, y ante todo, una configuración de la realidad social y de la historia de carácter dogmático que no puede, le es imposible, acercarse a un mundo que se define por su dinamismo, pluralismo y versatilidad.

En este sentido, las prestaciones sociales, las atenciones sanitarias, las políticas educativas, son bienes de carácter básico que un gobierno debe poner entre sus prioridades políticas, de manera que la garantía de esos bienes se convierta en condición para que una sociedad libere energías que permitan su desarrollo y la conquista de nuevos espacios de libertad y de participación ciudadana.

Este conjunto de prestaciones del Estado, que constituye el entramado básico de lo que se denomina Estado del bienestar, no puede tomarse como un fin en sí mismo. Esta concepción se traduce, así ha acontecido estos años, en una reducción del Estado al papel de suministrador de servicios, con lo que el ámbito público se convierte en una rémora del desarrollo social, político, económico y cultural, por supuesto opaco e impermeable a toda forma de participación real. Además, una concepción de este tipo se traduce no en el equilibrio social necesario para la creación de una atmósfera adecuada para los desarrollos libres de los ciudadanos y de las asociaciones, sino que conduce, así ha acontecido, a una concepción estática que priva al cuerpo social del dinamismo necesario para liberarse de la esclerosis y conservadurismo que acompaña a ese pensamiento único que se ha apoderado del interés general.

Hoy, en España, aparece ante nosotros el Estado de bienestar en su dimensión más estática en proceso de transformación. Un modelo que reclama reformas profundas, no parches o cambios puntales. Es menester trabajar sobre los fundamentos, sobre los pilares del Estado de bienestar para hacer de la centralidad del ser humano el pilar básico sobre el que giren todas las políticas públicas. Esta consideración supone un cambio radical en la forma de entender la política democrática. Ya no se trata de permanecer en el poder como sea posible, sino de atender lo mejor posible en cada momento el interés general, aunque ello pueda traer consigo en alguna ocasión costes políticos.

Las prestaciones, los derechos, tienen un carácter dinámico que no puede quedar a merced de mayorías clientelares, anquilosadas, sin proyecto vital, que puede llegar a convertirse en un cáncer de la vida social. Las prestaciones del Estado tienen su sentido en su finalidad. Veamos.

Sírvanos como ejemplo la acción del Estado en relación con los colectivos mas desfavorecidos, en los que -por motivos diferentes- contamos a los marginados, los parados, los pobres y los mayores. Las prestaciones del Estado nunca pueden tener la consideración de dádivas mecánicas, más bien el Estado debe proporcionar con sus prestaciones el desarrollo, la manifestación, el afloramiento de las energías y capacidades que se esconden en esos amplios sectores sociales y que encuentran su manifestación adecuada y proporcionada en la aparición de la iniciativa individual y asociativa.

Un planteamiento de este tipo permitiría afirmar claramente la plena compatibilidad entre la esfera de los intereses de la empresa y de la justicia social, ya que las tareas de redistribución de la riqueza deben tener un carácter dinamizador de los sectores menos favorecidos, no conformador de ellos. Además, permitirá igualmente conciliar la necesidad de mantener los actuales niveles de bienestar y la necesidad de realizar ajustes en la priorización de las prestaciones, que se traduce en una mayor efectividad del esfuerzo redistributivo.

REFORMA DEL ESTADO DE BIENESTAR Y PARTICIPACIÓN

La reforma del Estado de bienestar reclama sintonía entre la actuación política y las aspiraciones, el sentir social, el del pueblo soberano. Bien entendido que ese encuentro no puede ser resultado de una pura adaptabilidad camaleónica a las demandas sociales. Conducir las actuaciones públicas por las meras aspiraciones de los diversos sectores sociales, es caer directamente en otro tipo de pragmatismo y de tecnocracia: es sustituir a los gestores económicos por los prospectores sociales. Cuándo asi acontece, es lo que ha pasado en los últimos años, se desvanece la idea del interés general para atender desde el poder público determinadas aspiraciones de grupos que están en la mente de todos, transformandolo lo general en lo particular, privatizando lo que por esencia y naturaleza es de todos, del conjunto social.

La prospección social, como conjunto de técnicas para conocer más adecuadamente los perfiles de la sociedad en sus diversos segmentos es un factor más de apertura a la realidad. La correcta gestión económica es un elemento preciso de ese entramado complejo que denominamos eficiencia, pero ni una ni otra sustituyen al discurso político. La deliberación sobre los grandes principios, su explicitación en un proyecto político, su traducción en un programa de gobierno da sustancia política a las actuaciones concretas, que cobran sentido en el conjunto del programa, y con el impulso del proyecto.

Las políticas públicas que parten de la participación social, se confeccionan siempre a favor de la ciudadanía, de su autonomía – libertad y cooperación -, dándole cancha a quienes la ejercen e incitando o propiciando su ejercicio – libre – por parte de quienes tienen mayores dificultades para hacerlo. Acción social y libre iniciativa son realidades que el pensamiento compatible capta como integradoras de una realidad única, no como realidades contrapuestas.

Las políticas públicas en el Estado dinámico del bienestar no se hacen pensando en una mayoría social, en un segmento social que garantice las mayorías necesarias en la política democrática, sino que las políticas que se diseñan desde esquemas reales de participación se dirigen al conjunto de la sociedad, y son capaces de concitar a la mayoría social y natural de individuos que sitúan la libertad, la tolerancia y la solidaridad entre sus valores preferentes.

Conforme han ido avanzando los años noventa del siglo pasado y entrábamos en el nuevo siglo XXI, se ha ido perfilando con mayor claridad y se ha ido haciendo cada vez más explícita una idea que ha estado siempre presente de un modo u otro en el pensamiento democrático. El fundamento del Estado democrático hay que situarlo en la dignidad de la persona. No hacerlo así y situarlo en planteamientos clientelares o de permanencia en el poder da los amargos resultados que ahora estamos sufriendo en tantas partes del mundo.

La persona se constituye en centro de la acción pública. No la persona genérica o una universal naturaleza humana, sino la persona concreta, cada individuo, revestido de sus peculiaridades irreductibles, de sus coordenadas vitales, existenciales, que lo convierten en algo irrepetible e intransferible, precisamente en persona, en esa magnífica sustancia individual de naturaleza racional de la que hablara hace tanto tiempo, por ejemplo, Boecio.

Cada persona es sujeto de una dignidad inalienable que se traduce en derechos también inalienables, los derechos humanos, que han ocupado, cada vez con mayor intensidad y extensión, la atención de los políticos democráticos de cualquier signo en todo el mundo. En este contexto es donde se alumbran las nuevas políticas públicas, que pretenden significar que es en la persona singular en donde se pone el foco de la atención pública, que son cada mujer y cada hombre el centro de la acción pública.

Esta reflexión ha venido obligada no sólo por los profundos cambios a los que venimos asistiendo en nuestro tiempo. Cambios de orden geoestratégico que han modificado parece que definitivamente el marco ideológico en que se venía desenvolviendo el orden político vigente para poblaciones muy numerosas. Cambios tecnológicos que han producido una variación sin precedentes en las posibilidades y vías de comunicación humana, y que han abierto expectativas increíbles hace muy poco tiempo. Cambios en la percepción de la realidad, en la conciencia de amplísimas capas de la población que permiten a algunos augurar, sin riesgo excesivo, que nos encontramos en las puerta de un cambio de civilización. Y, sobre todo, tras la aguda crisis económica y financiera de estos años, los cambios son tan imperiosos como urgente es la situación de necesidad de muchos millones de ciudadanos en todo el mundo, ahora sobre todo, aunque parezca paradójico, en el denominado mundo occidental.

En efecto, es una reflexión obligada también por la insatisfacción que se aprecia en los países desarrollados de occidente ante los modos de vida, las expectativas existenciales, las vivencias personales de libertad y participación. Y es una reflexión que nos conduce derechamente a replantearnos el sentido de la vida y del sistema democrático, desde sus mismos orígenes a la modernidad, no para superarlo, sino para recuperarlo en su ser más genuino y despojarlo de las adherencias negativas con que determinados aspectos de las ideologías modernas lo han contaminado, contaminaciones que han estado en el origen de las lamentables experiencias totalitarias del siglo pasado en Europa y en la etiología de una crisis económica y financiera, trasunto de una honda crisis moral, que ha traído consigo un retroceso lamentable de las condiciones de vida de millones de seres humanos, sobre todo en el llamado mundo occidental.

Recuperar el pulso del Estado democrático y fortalecerlo, significa entre otras cosas, recuperar para el Estado los principios de su funcionalidad básica que se expresa adecuadamente -aunque no sólo- en aquellos derechos primarios sobre los que se asienta nuestra posibilidad de ser como hombres. Entre ellos el derecho a la vida, a la seguridad de nuestra existencia, el derecho a la salud. En este mundo en el que la exaltación del poder y del dinero ha superado todas las cotas posibles es menester recordar que la dignidad de todo ser humano, cualquiera que sea su situación, es la base del Estado de Derecho y, por ende, de las políticas públicas que se realizan en los modelos democráticos. La ausencia de la persona, del ciudadano, de las políticas públicas de este tiempo, explica también que a pesar de tantas normas promotoras de esquemas de participación, ésta se haya reducido a un recurso retórico, demagógico, sin vida, sin presencia real, pues la legislación no produce mecánic y automáticamente la participación.

Es bien sabido que el protagonismo del Estado o del mercado ha sido el gran tema del debate económico del siglo XX. Ya desde muy pronto, como nos recuerda el profesor Velarde Fuertes, encontramos el célebre trabajo de Enrico Barone publicado en el Giornale Degli Economisti (1.908): “El ministro de la producción en un Estado colectivista”, a partir del cual comienza un amplio despliegue de estudios de los teóricos de la economía sobre la racionalidad económica de una organización socialista como los de Wiesser, Pareto y sus discípulos. La crisis económica que sigue a la Primera Guerra Mundial pone en tela de juicio el pensamiento capitalista y alimenta formas intervencionistas que el economista Mandilesco se encargaría de configurar económicamente. De igual manera, tanto el New Deal de Roosevelt como la encíclica “Quadragesimo anno” se muestran críticas hacia el capitalismo.

Los planteamientos intervencionistas de Keynes o Beveridge trajeron consigo, tras la Segunda Guerra Mundial, un acercamiento a la planificación del desarrollo o a una política fiscal redistributiva. En verdad, la época de la prosperidad de 1.945 a 1.973 mucho ha tenido que ver con una política de intervención del Estado en la vida económica. Quizá porque entonces la maltrecha situación económica que generó la conflagración no permitía, porque no se daban las condiciones, otra política económica distinta.

Al amparo de esta construcción teórica, aparece el Estado providencia (Welfare State) que asume inmediatamente la satisfacción de todas las necesidades y situaciones de los individuos desde “la cuna hasta la tumba”. Es un modelo de Estado de intervención directa, asfixiante, que exige elevados impuestos y, lo que es más grave, que va minando poco a poco lo más importante, la responsabilidad de los individuos. El Estado de bienestar que ha tenido plena vigencia en la Europa de “entreguerras” es, como es bien sabido, un concepto político que, en realidad, fue una respuesta a la crisis de 1929 y a las manifestaciones más agudas de la recesión.

Ciertamente, los logros del Estado del bienestar están en la mente de todos: consolidación del sistema de pensiones, universalización de la asistencia sanitaria, implantación del seguro de desempleo, desarrollo de las infraestructuras públicas. Afortunadamente, todas estas cuestiones se han convertido en punto de partida de los presupuestos de cualquier gobierno que aspire de verdad a mejorar el bienestar de la gente.

Sin embargo, se dirigen varias críticas al Estado del bienestar referidas a su estancamiento en la consecución del crecimiento económico y su fracaso en el mantenimiento de la cohesión social. El ocaso del esquema estático es tan evidente que la transformación es urgente y debe realizarse desde los propios fundamentos de un modelo de Estado pensado para promover la libertad solidaria de los ciudadanos.

El Estado providencia, en su versión clásica, ha fracasado en su misión principal de redistribuir la riqueza de forma equitativa. Hasta el punto de que tras décadas de actividades redistributivas no sólo no han disminuido las desigualdades, sino que, por paradójico que parezca, ha aumentado la distancia entre ricos y pobres, y de qué manera en estos últimos años. Estas desigualdades han generado grupos de población excluidos y marginados de la sociedad y no sólo debido a circunstancias económicas, sino también a causa de su raza, su nacionalidad, su religión o por cualquier rasgo distintivo escogido como pretexto para la discriminación, la xenofobia y, a menudo, la violencia. Evidentemente, como apunta acertadamente Dahrendorf, esta divergencia sistemática de perspectivas de vida para amplios estratos de la población es incompatible con una sociedad civil fuerte y activa.

Además, resulta lógico afirmar que la desintegración social lleva aparejado un cierto grado de desorden, ya que los colectivos excluidos carecen de sentido de pertenencia a la comunidad, de compromiso social y, por tanto, de razones para respetar la ley o los valores que la han inspirado.

Por todo ello, puede afirmarse sin ninguna duda que el Estado de bienestar en su versión clásica, está en crisis, en una honda y profunda crisis. No sólo desde el punto de vista económico, sino también, y ello es más importante, como modelo de Estado.

Las bases teóricas del Estado de bienestar fueron ya criticadas por una serie de autores encuadrados en el llamado círculo de Friburgo, de la denominada escuela social de mercado, entre los que destacan Walter Eucken, Ludwig Erhard o Friedrich Von Hayek. Realmente, la importancia del pensamiento de estos economistas, representantes genuinos de la economía social de mercado, es muy grande y su actualidad innegable.

La economía social de mercado no presupone una mayor intervención del Estado en la vida económica y social. Tampoco exige que los poderes públicos se abstengan de intervenir en la sociedad o en la economía. Lo que resulta evidente es que el papel del Estado debe cambiar para perseguir la cuadratura del círculo, esto es, conciliar (si ello es posible) las que, a juicio de Dahrendorf, eran las tres aspiraciones básicas de los ciudadanos: la prosperidad económica mediante el aumento de la riqueza, vivir en sociedades civiles capaces de mantenerse unidas y constituir la base sólida de una vida activa y civilizada, y contar con unas instituciones democráticas que garanticen la vigencia del Estado de Derecho y la libertad política de las personas.

No es fácil compatibilizar estas metas y con frecuencia la prosperidad económica se consigue a costa de sacrificar la libertad política o la cohesión social. Recientemente Giddens ha creído encontrar la forma de lograrlo a través de la denominada tercera vía, que trata de superar los planteamientos neoliberales y socialistas. El Estado no debe retroceder ni puede expandirse ilimitadamente; simplemente debe reformarse.

Según Eucken y la doctrina de la economía social de mercado, el Estado debe limitarse a fijar las condiciones en que se desenvuelve un orden económico capaz de funcionamiento y digno de los hombres, pero no ha de dirigir el proceso económico. En resumen: el Estado debe actuar para crear el orden de la competencia, pero no ha de actuar entorpeciendo el proceso económico de la competencia.

En cualquier caso, debe quedar claro que esta transformación del modelo de Estado no afecta a los objetivos sociales planteados por el Estado de bienestar, que incluso podrían ampliarse como consecuencia de una revisión del propio concepto de bienestar. Desde el informe Beveridge(1942) hasta la actualidad se adoptó un enfoque meramente negativo del bienestar, que consistía en luchar contra la indigencia, la enfermedad, la ignorancia, la miseria y la indolencia. Se trataba de una visión eminentemente económica del bienestar y de las prestaciones necesarias para su consecución.

Hoy parece evidente la superación de esta visión. Las prestaciones o ventajas económicas no son casi nunca suficientes para producir bienestar; es además necesario promover simultáneamente mejoras psicológicas. Se trata, como apunta Giddens, de alcanzar un bienestar positivo: en lugar de luchar contra la indigencia se debe promover la autonomía; en vez de combatir la enfermedad se debe prevenir su existencia promoviendo una salud activa; no hay que erradicar la ignorancia sino invertir en educación, no debe mitigarse la miseria, sino promover la prosperidad, y finalmente, no debe tratar de erradicarse la indolencia, sino premiar la iniciativa. El problema reside en que tantas veces al promover estos valores quienes están al frente del Estado no resisten la tentación de intervenir y querer dirigir los destinos de la vida de muchas personas, no digamos si de esa manera se pueden adueñar de su voluntad política.

Por lo tanto, si el Estado tiene como función primaria genérica la promoción de la dignidad humana, se entenderá sin esfuerzo que el bienestar de los ciudadanos ocupe un lugar absolutamente prioritario en la actividad del Estado. Esto, forzoso es recordarlo, no es patrimonio exclusivo de ningún grupo ni de ninguna instancia política, es patrimonio del sentido común, o del sentir común. ¿Para qué querríamos un Estado que no nos proporcionará mejores condiciones para el desarrollo y el logro de los bienes que consideramos más apreciables por básicos?. Ciertamente hay todavía -y demasiados- Estados concebidos como instrumentos de opresión o al servicio de los intereses de unos pocos, pero no podemos olvidar que nuestra referencia es el Estado democrático de Derecho, un estado de libertades, que en la práctica y hasta ahora viene haciendo imposible tal situación de abuso entre nosotros.

Que el bienestar sea una condición para el desarrollo personal, como seres humanos en plenitud, no es un hallazgo reciente ni mucho menos. Ya los antiguos entendieron que sin unas condiciones materiales adecuadas no es posible el desarrollo de la vida moral, de la vida personal, y el hombre queda atrapado en la perentoriedad de los problemas derivados de lo que podríamos llamar su simple condición animal, y reducido a ella. Pero quisiera subrayar que bienestar no es equivalente a desarrollo personal. El bienestar es la base, la condición de partida que hace posible ese desarrollo. Por eso el bienestar no es un absoluto, un punto de llegada. Si todos apreciamos como imprescindible el respirar bien, nadie se contentaría con vivir sólo con el ejercicio de esta función.

Concebir el bienestar como una finalidad de la política, como una meta o un punto de llegada, provocó una espiral de consumo, de inversión pública, de intervención estatal, que llegó a desembocar en la concepción del Estado como providente, como tutor de los ciudadanos e instancia para la resolución última de sus demandas de todo orden. Este modo de entender la acción del Estado condujo de modo inequívoco a considerar a las instancias públicas como proveedoras de la solución a todas nuestras necesidades, incluso a las más menudas, incluso a nuestras incomodidades, incluso de los caprichos de muchos ciudadanos.

En esa espiral, asumida desde planteamientos doctrinarios que la historia más reciente ha demostrado errados, el Estado ha llegado prácticamente a su colapso, ha sido incapaz de responder a la voracidad de los consumidores que él mismo ha alumbrado y alimentado con mimo a veces demagógico. Exigencia de prestaciones y evasión de responsabilidades se han confabulado para hacer imposible el sueño socialista del Estado providencia. En un Estado así concebido el individuo se convierte en una pieza de la maquinaria de producción y en una unidad de consumo, y por ende se ve privado de sus derechos más elementales si no se somete a la lógica de este Estado, quedando arrumbados su libertad, su iniciativa, su espontaneidad, su creatividad, y reducida su condición a la de pieza uniforme en el engranaje social, con una libertad aparente reducida al ámbito de la privacidad.

Así las cosas, someramente descritas, la reforma del llamado Estado de bienestar no ha sido tarea de un liberalismo rampante como algunos han pretendido hacer creer. No hay tal cosa. La necesidad de la reforma ha venido impuesta por una razón material y por una razón moral. La reforma del Estado de bienestar ha sido una exigencia ineludible impuesta por el fracaso de una concepción desproporcionada. Dicho de otra manera, la reforma del Estado de bienestar ha sido exigida por la realidad, por las cuentas, por su inviabilidad práctica. Y, en el orden moral, por la grave insatisfacción que se ha ido produciendo en las generaciones nuevas que han visto reducida su existencia -permítaseme la expresión- a una condición estabular que no podía menos que repugnarle.

Afirmar que el Estado de bienestar estático es inviable, afirmar que es necesaria la reforma de su estructura, que tal concepción presenta déficits insalvables en su mismo fundamento y articulación no significa en absoluto anunciar que el bienestar es imposible o que debemos renunciar a él. Hacerlo así supone enunciar una crítica limitada y corta de las posiciones que exponemos, y supone también, a nuestro juicio, instalarse en concepciones dogmáticas y consecuentemente maniqueas del Estado y de la sociedad. Equivaldría a afirmar que o el Estado de bienestar se establece conforme a una determinada fórmula o inevitablemente incumple su función.

Pues no es así. Denunciar el hecho comprobado de la inviabilidad del modelo errático y estático del Estado de bienestar, reivindicar la necesidad y las reformas necesarias, se formula desde la convicción irrenunciable de que no sólo el bienestar público es posible, sino necesario, y no sólo necesario sino insuficiente en los parámetros en los que ahora se mide. Es decir, es necesario, es de justicia, que incrementemos los actuales niveles de bienestar -si se puede hablar así-, sobre todo para los sectores de población más desfavorecidos, más dependientes y más necesitados. Insisto, es una demanda irrebatible que nos hace el sentido más elemental de la justicia, y que hoy es un unánime clamor a la vista de cómo la crisis golpea sobre todo a los más débiles y desfavorecidos.

En este conetxto, tenemos que aprender de los errores en que cayeron los Estados providentes en estos años. Los sectores más desfavorecidos, los sectores más necesitados, son los más dependientes, y las prestaciones sociales del Estado no pueden contribuir a aumentar y agravar esa dependencia, convirtiendo, de hecho, a los ciudadanos en súbditos, en este caso del Estado, por muy impersonal que sea el soberano, o que tal vez por ser más impersonal y burocrático es más opresivo. En esta afirmación está implícita otra de las características del nuevo modelo dinámico de bienestar que habrá de aflorar: la finalidad de la acción pública no es el bienestar, el bienestar es condición para la promoción de la libertad y participación de los ciudadanos, estas sí, auténticos fines de la acción público. Es decir, el bienestar aparece como medio, y como tal medio, debe ser relativizado, puesto en relación al fin.

En este sentido, una afirmación cobra especial actualidad en estos momentos: el bienestar no sólo no está reñido con la austeridad, sino que no se puede ni concebir ni articular sin ella. Austeridad no puede entenderse como privación de lo necesario, sino como ajuste a lo necesario, y consecuentemente limitación de lo superfluo. Si no es posible realizar políticas austeras de bienestar no es posible implantar un bienestar social real, equitativo y progresivo, capaz de asumir -y para todos- las posibilidades cada vez de mayor alcance que las nuevas tecnologías ofrecen. Insistimos en que austeridad no significa privación de lo necesario. Políticas de austeridad no significan por otra parte simplemente políticas de restricción presupuestaria. Políticas de austeridad significan, para nosotros, la implicación de los ciudadanos en el recorte de los gasto superfluos y en la reordenación del gasto. Sin la participación activa y consciente de una inmensa mayoría de los ciudadanos considero que es imposible la aproximación al Estado de bienestar social que todos -de una manera o de otra anhelamos-. Es necesaria por parte de la ciudadanía la asunción de la responsabilidad pública en su conducta particular, para hacer posible la solidaridad, la participación, que es meta de la acción pública.

En este sentido, las políticas austeras son compatibles, aunque parezca hoy paradójico con la que está cayendo, con una expansión del gasto. Porque la misma es necesaria, debido a que no son satisfactorios aún los niveles de solidaridad efectiva que hemos conseguido. Sin embargo, expandir el gasto sin racionalizarlo adecuadamente, sin mejorar las prioridades, sin satisfacer demandas justas y elementales de los consumidores, es hacer una contribución al despilfarro. Y aquí no nos detenemos en una consideración moralista de la inconveniencia del gasto superfluo, sino que nos permitimos reclamar que alzando un poco la mirada vayamos más allá y comprendamos la tremenda injusticia que está implícita en el gasto superfluo o irracional cuando hay tantas necesidades perentorias sin atender todavía. Este es el gran problema del momento. Que la irracionalidad invadió el gasto público de estos años y al final la deuda es la que es. Ahora no queda más remedio que recotar lo supérfluo pero sin olvidar, como bien dispone el artículo 31 de la Constitución española, que la equidad, junto a la eficiencia y a la economía, debe estar presente en las políticas de gasto público, también, o sobre todo, en épocas de crisis económica.

La sanidad española, por ejemplo, es expresión, a mi parecer, del profundo grado de solidaridad de nuestra sociedad en todos sus estamentos aunque en algunos casos el gasto público se haya disparado por irracional. Sólo se puede explicar su entramado, ciertamente complejo, avanzado técnica y socialmente -y también muy perfectible- por la acción solidaria de sucesivas generaciones de españoles y por la decidida acción política de gobiernos de variado signo. Pensamos que en este terreno hay méritos indudables de todos. Sobre bases heredadas a lo largo de tantos años, hemos contribuido de modo indudable al desarrollo de una sanidad en algunos sentidos ejemplar. Y con el desarrollo autonómico se han desenvuelto experiencias de gestión que suponen ciertamente un enriquecimiento del modelo -en su pluralismo- para toda España.

Pero si afirmamos que el modelo es perfectible estamos reclamando la necesidad de reformas, que deben ir por el camino de la flexibilización, de la agilización, de la desburocratización, de la racionalización en la asignación de recursos y de su optimización, y de la personalización y humanización en las prestaciones. Reformas

que hoy son más evidentes por el notable despilfarro, también en este ámbito, que se ha producido consecuencia del esquema estático y herrático del modelo de Estado de bienestar seguido a nivel nacional y también en los espacios territoriales.

Es decir, que en muchos sentidos el modelo sanitario sea ejemplar, no quiere decir que sea viable en los términos en que estaba concebido, ni que no pueda ser mejor orientado de cara a un servicio más extenso y eficaz. En efecto, queda mucho, muchísimo, por hacer. La asistencia sanitaria universal no puede ser una realidad nominal o contable, porque la asistencia debe ser universalmente cualificada desde un punto de vista técnico-médico, inmediata en la perspectiva temporal, personalizada en el trato, porque la centralidad de la persona en nuestras políticas lo exige. Y además debe estar articulada con programas de investigación avanzada; con innovaciones de la gestión que la hagan más eficaz; con una adecuación permanente de medios a las nuevas circunstancias y necesidades; con sistemas que promocionen la competencia a través de la pluralidad de interpretaciones en el modelo que -eso sí- en ningún caso rompan la homogeneidad básica en la prestación, etc.

Además, precisamente por no tratarse de un problema puramente técnico o de gestión, la política sanitaria, y los desafíos del bienestar deben encuadrarse en el marco de la política general, en ella se evidencian los objetivos últimos de la política que ya indiqué: promoción de la libertad -en nuestro caso liberación de las ataduras de la enfermedad-, solidaridad -evidente como en pocos campos en la asistencia sanitaria universal-, y participación activa. Este deber de participación, libremente asumido, enfrenta al ciudadano a su responsabilidad ante el sistema sanitario, para reducir los excesos consumistas; le abre y solicita su aceptación de posibilidades reales de elección; establece límites subjetivos al derecho, que debe interpretarse rectamente no como derecho a la salud estrictamente, sino como derecho a una atención sanitaria cualificada; y plantea también la necesidad de asumir la dimensión social del individuo buscando nuevas fórmulas que de entrada al ámbito familiar -sin recargarlo- en la tarea de humanización de la atención sanitaria.

La persona en el centro de la acción pública, este es, insistimos, el punto de partida, también el de llegada. El bienestar como condición y medio para su desarrollo. La atención sanitaria como objetivo prioritario en las tareas del Estado y de la sociedad. Por tanto, sin participación ciudadana en el modelo sanitario, diseñado precisamente

por y para los ciudadanos, el modelo no tendría sentido alguno desde una perspectiva democrática.

LA PARTICPACIÓN COMO OBJETIVO Y COMO MÉTODO

La participación la entendemos no sólo como un objetivo que debe conseguirse: mayores posibilidades de participación de los ciudadanos en la cosa pública, mayores cuotas de participación de hecho, libremente asumida, en los asuntos públicos. La participación significa también, un método de trabajo social por constituir la gran directiva del denominado Estado social y democrático de Derecho. En el futuro inmediato, según la apreciación de muchos y salvando el esquematismo, se dirimirá la vida política y social entre la convocatoria de la ciudadanía a una participación cada vez más activa y responsable en las cosas de todos y un individualismo escapista avalado por políticas demagógicas que pretenderán un blando conformismo social. Lamentablemente, ese futuro inmediato pasa, en este tiempo, por el despertar de la conciencia cívica de no pocos ciudadanos que han sucumbido, durante la época de bonanza, a la tentación de ese consumismo convulsivo que se ha apropiado, en beneficio de las tecnoestructuras de todos conocidas, del interés general en los términos descritos en el capítulo anterior.

La política pública democrática significa poner en el centro de su elaboración, implementación, ejecución y evaluación, a las personas destinatarias de dichas actuaciones del poder público, es decir, sus aspiraciones, sus expectativas, sus problemas, sus dificultades, sus ilusiones.

En sentido negativo, las políticas públicas democráticas no pueden atender tan sólo los intereses de un sector, de un grupo, de un segmento social, económico o institucional, ya que una condición básica de estas políticas públicas es el equilibrio, entendiendo por tal, la atención a los intereses de todos. Atender públicamente el interés de algunos, aunque se trate de grupos mayoritarios, significa prescindir de otros, y consecuentemente practicar un exclusivismo que es ajeno al entendimiento democrático de la participación.

Por eso, la determinación de los objetivos de las políticas públicas no puede hacerse realmente si no es desde la participación ciudadana. La participación ciudadana se configura como un objetivo público de primer orden, ya que constituye la esencia misma de la democracia. Una actuación política que no persiga, que no procure un grado más alto de participación ciudadana, no contribuye al enriquecimiento de la vida democrática y se hace, por lo tanto, en detrimento de los mismos ciudadanos a los que se pretende servir. Pero la participación no se formula solamente como objetivo, sino que una política centrista exige la práctica de la participación como método.

En efecto, tratar la participación como método es hablar de la apertura de la organización pública que la quiere practicar, hacia la sociedad. Una organización pública cerrada, vuelta sobre sí misma, no puede pretender captar, representar o servir los intereses propios de la ciudadanía, de los vecinos. La primera condición de esa apertura es una actitud, una disposición, alejada de la suficiencia y de la prepotencia, propias tanto de las formulaciones propias de las ideologías cerradas como de las tecnocráticas o burocratizadas. Pero las actitudes y las disposiciones necesitan instrumentarse, traducirse en procesos y en instrumentos que las hagan reales. Y la primera instrumentación que exige una disposición abierta es la comunicativa, la comunicación.

Las reformas es esta materia deben traducirse, en primer lugar, en estar receptivos, tener la sensibilidad suficiente para captar las preocupaciones e intereses de la sociedad en sus diversos sectores y grupos, en los individuos y colectividades que la integran. Pero no se trata simplemente de apreciaciones globales, de percepciones intuitivas, ni siquiera simplemente de estudios o conclusiones sociométricas. Todos esos elementos y otros posibles son recomendables y hasta precisos, pero la conexión real con los ciudadanos, con los vecinos, con la gente, exige diálogo real. Y diálogo real significa interlocutores reales, concretos, que son los que encarnan las preocupaciones y las ilusiones concretas, las reales, las que pretendemos servir.

Parece que los objetivos políticos son unas concreciones de la pretensión genérica de alcanzar una mejora de la sociedad, del tipo que sea: económica, social o cultural. Ciertamente, se entiende que todos queremos una sociedad más próspera, más libre y solidaria. Ahora bien, a la hora de concretar el modelo de sociedad, o a la hora de perfilar cual es la vía para aproximarse a ella, es posible incurrir, a veces inconscientemente en contradicciones que puedan, llegar a ser incluso graves.

Por eso, aunque todos coincidamos en la expresión general de las metas, tenemos sin embargo planteamientos y objetivos diferentes. Si lo que está en juego es la mejora efectiva de la sociedad, se entenderá que el acierto en la definición de objetivos es la clave para el desarrollo de una actividad pública eficaz. ¿Cuál es, entonces, la finalidad de la acción pública que pretende hacerse desde los postulados de la reforma del Estado de bienestar? A nuestro juicio, una de las finalidades -si no la principal- que mejor definen estas medidas tan relevantes en el presente es la de la participación, la libre participación de la ciudadanía en los asuntos públicos.

Sí, en la libre participación encontramos un elemento central de la vida individual y social de los hombres y de las mujeres, un elemento que contribuye de forma inequívoca a definir el marco de las reformas que realizar desde la dimensión dinámica del Estado de bienestar, que lo que hacen, fundamentalmente, es poner en el foco de su atención a las mismas personas.

La participación, en efecto, supone el reconocimiento de la dimensión social de la persona, la constatación de que sus intereses, sus aspiraciones, sus preocupaciones trascienden el ámbito individual o familiar y se extienden a toda la sociedad en su conjunto. Sólo un ser absolutamente deshumanizado sería capaz de buscar con absoluta exclusividad el interés individual. La universalidad de sentimientos tan básicos como la compasión, la rebelión ante la injusticia, o el carácter comunicativo de la alegría, por ejemplo, demuestran esta disposición del ser humano, derivada de su propia condición y constitución social.

Afirmar por tanto la participación como objetivo tiene la implicación de afirmar que el hombre, cada individuo, debe ser dueño de sí mismo, y no ver reducido el campo de su soberanía personal al ámbito de su intimidad. Una vida humana más rica, de mayor plenitud, exige de modo irrenunciable una participación real en todas las dimensiones de la vida social, también en la política.

Sin embargo, hay que resaltar que la vida humana, la de cada ser humano de carne y hueso, no se diluye en el todo social. Si resulta monstruoso un individuo movido por la absoluta exclusividad de sus intereses particulares, lo que resulta inimaginable e inconcebible es un individuo capaz de vivir exclusivamente en la esfera de lo colectivo, sin referencia alguna a su identidad personal, es decir, alienado, ajeno enteramente a su realidad individual.

Por este motivo la participación como un absoluto, tal como se pretende desde algunas concepciones organicistas de la sociedad, no es posible. De ahí que nos resulte preferible hablar de libre participación. Porque la referencia a la libertad, además de centrarnos de nuevo en la condición personal del individuo, nos remite a una condición irrenunciable de su participación, su carácter libre, pues sin libertad no hay participación. La participación no es un suceso, ni un proceso mecánico, ni una fórmula para la organización de la vida social. La participación, aunque sea también todo eso, es más: significa la integración del individuo en la vida social, la dimensión activa de su presencia en la sociedad, la posibilidad de desarrollo de las dimensiones sociales del individuo, el protagonismo singularizado de todos los hombres y mujeres. Sin embargo, encontramos en nuestros sistemas con frecuencia aproximaciones taumatúrgicas a la participación. Es decir, se piensa, ingenuamente por un lado, maquiavélicamente por el otro, que la participación existirá y se producirá en la realidad si es que las normas se refieren a ella. Sin embargo, a día de hoy se registra, es verdad, una proliferación de cantos normativos a la participación, que conviven, así es, con una profunda desafección y honda distancia de la ciudadanía respecto a la vida pública.

En efecto, aunque los factores socioeconómicos, por ejemplo, sean importantísimos para la cohesión social, ésta no se consigue solo con ellos, como puedan pensar los tecnócratas y algunos socialistas. Aunque los procedimientos electorales y consultivos sean llave para la vida democrática, ésta no tiene plenitud por el solo hecho de aplicarlos, como pueden pensar algunos liberales. La clave de la cohesión social, la clave de la vida democrática está en la participación de todos los ciudadanos en los asuntos públicos.

En este sentido la participación no puede regularse con decretos ni con reglamentos. Sólo hay real participación -insistimos- si hay participación libre. De la misma manera que la solidaridad no puede ser obligada. Esta relación de semejanza entre participación y solidaridad no es casual, por cuanto un modo efectivo de solidaridad, tal vez uno de los más efectivos, aunque no sea el más espectacular, sea la participación, entendida como la preocupación eficaz por los asuntos públicos, en cuanto son de todos y van más allá de nuestros exclusivos intereses individuales.

Ahora bien, al calificar la participación como libre, nos referimos no sólo a que es optativa sino también a que, en los infinitos aspectos y modos que la participación es posible, es cada vecino quien libremente regula la intensidad, la duración, el campo y la extensión de su participación. En este sentido, la participación -al igual que la solidaridad- es resultado de una opción, de un compromiso, que tiene una clara dimensión ética, ya que supone la asunción del supuesto de que el bien de todos los demás es parte sustantiva del bien propio. Pero aquí nos encontramos en el terreno de los principios, en el que nadie puede ser impelido ni obligado.

De este modo, y aunque sea provisionalmente, cerramos el círculo, en cuanto que se vuelve la atención a la persona concreta, enfrentada a su quehacer político en toda su dimensión social. En esto parece consistir la concepción que se preconiza desde la reforma dinámica del Estado de bienestar: son los hombres y mujeres singulares y concretos quienes reclaman nuestra atención, y para ellos es para quien reclamamos el protagonismo. Y por esto mismo la libre participación en la vida de la sociedad, en sus diversas dimensiones -económica, social, cultural, política- puede erigirse como el objetivo político último, ya que ésta, plenamente realizada, significa, la plenitud de la democracia.

La doble consideración de la participación, como objetivo y como método, podemos, pues, considerarla como otro rasgo que definen las nuevas políticas que se derivan de la formulación dinámica del Estado de bienestar que precisan especialmente las democracias europeas.

Si se considera que uno de los objetivos esenciales de las nuevas políticas públicas es la participación, debemos llamar ahora la atención sobre el hecho de que la participación se constituye también como método para la realización de esas políticas.

En efecto, suponer que la participación es un objetivo que sólo se puede alcanzar al final de un proceso de transformación política, sería caer en uno de los errores fundamentales del dogmatismo político implícito en las ideologías cerradas. El socialismo con la colectivización de los medios de producción; el fascismo con la nacionalización de la vida social, económica, cultural y política; el liberalismo doctrinario -aunque aquí serían necesarias ciertas matizaciones- con la libertad absoluta de mercado, pretenden alcanzar una libertad auténtica que despeje los sucedáneos presentes de la libertad, que no son sino espejismos, engañiflas o cadenas que nos sujetan.

Desde las nuevas políticas públicas que se alumbran desde la posición dinámica del Estado de bienestar, la percepción es bien distinta. La libertad y la participación que se presentan como objetivos no son de naturaleza diferente a la libertad y participación de cada ciudadano. Si la libertad y la participación de que gozamos hoy en las sociedades democráticas no fueran reales y auténticas, poco importaría prescindir de ellas -como desde ciertas posiciones ideológicas se puede afirmar-, pero no es así. La raíz de la libertad está en los hombres y mujeres concretos, singulares, no en la vida y en el ser nacional, ni en la liberación de una clase social a la que se reduce toda la sociedad.

Por eso precisamente, porque no es necesario liberar una clase ni una nación para que haya en algún grado libertad auténtica, es por lo que se puede afirmar la autenticidad de la libertad -mejorable, pero auténtica- que en distinta forma y medida todos hemos alcanzado. Proponer la participación como objetivo no significa otra cosa, pues, que desde el estadio presente de libertad y de participación caminar hacia cotas y formas de mayor alcance y profundidad que las actuales, pero contando con lo que tenemos y sin ponerlo frívolamente en juego.

Pretender recorrer este camino sin contar con las personas para quienes se reivindica el protagonismo participativo sería contradictorio, se incurriría en una incoherencia inaceptable. Y el rigor y la coherencia son valores de primer orden, cuya pérdida traería consigo la pérdida también de los valores de equilibrio y moderación que tan bien definen hoy los nuevos espacios políticos Se trata, pues, de poner en juego todas las potenciales formas de participación que en este momento enriquecen los tejidos de nuestra sociedad, como condición metodológica para alcanzar grados de participación más altos, sino también nuevos modos de participación.

Desde el punto de vista político tal pretensión pasa necesariamente por la permeabilidad de las formaciones políticas, de los partidos. Esto quiere decir que los partidos tienen que desarrollarse como formaciones abiertas y sensibles a los intereses reales de la sociedad, que son los intereses legítimos de sus integrantes, tomados bien individualmente bien en sus múltiples y variadas dimensiones asociativas, bien en las diversas agrupaciones producto del dinamismo social.

Se comprende perfectamente -la experiencia de nuestra vida democrática lo refrenda- que esta pretensión es ya de por sí un reto político de primer orden, por cuanto la conjugación de la necesaria cohesión -¿disciplina?- interna de los partidos, con la flexibilidad a que nos referimos, constituye por sí misma un ejercicio de equilibrio político imprescindible, de cuyo éxito, me parece, depende la ubicación en la moderación y en la posición reformista.

En efecto, flexibilizar, permeabilizar, es al mismo tiempo una aspiración y un reto. Un partido abierto quiere decir un partido capaz de ponerse en sintonía con los grupos, sectores, segmentos sociales, y capaz, por tanto, de ejercer con eficacia y reconocimiento su representación. Pero es al mismo tiempo, un partido que aumenta aparentemente su vulnerabilidad ante las agresiones derivadas de las ambiciones personales o de los intereses particulares del tipo que sean.

En efecto, la formación ideológica, si podemos llamarla así, nada tiene que aprender de nadie. La vida social y cultural no tiene nada que ofrecerle para enriquecerla, ya que la ideología proporciona las claves completas de interpretación universal, de interpretación de toda la realidad, en su conjunto o en sus partes. Desde el punto de vista de la ideología, cualquier interpretación o apreciación que se aparte de la ortodoxia ideológica es alienación, disidencia o revisionismo -por simplificar-, y la evolución del pensamiento ideológico parece transformarse finalmente en una escolástica.

En cambio, la mentalidad abierta que caracteriza a las nuevas políticas públicas, su carácter no dogmático, facilita como un rasgo constitutivo la necesidad del diálogo, del intercambio, el imperativo de percibir el sentido de los intereses y las aspiraciones sociales, que constitutivamente están sujetos a permanente mutación.

Es verdad que en las formaciones que denominamos ideologías se producen adaptaciones a las transformaciones sociales, pero, a nuestro entender, éstas sólo pueden tener dos sentidos: el de la atemperación de los contenidos ideológicos, que puede revestir -y ha revestido históricamente- formas diversas, lo que nos situaría ante una auténtica, aunque fuese lejana, aproximación al centro. El otro tipo posible de adaptación sería el de meras acomodaciones tácticas, es decir, cambios de procedimientos en la estrategia de conquista que toda ideología implica.

Mientras que los proyectos ideológicos suponen visiones completas, cerradas y definitivas de la realidad social -también en la dimensión histórica de esa realidad- las políticas públicas participativas, al elaborarse en un contexto de convicciones sobre la sociedad más restringido, propician un mayor consenso social, y no hipotecan ni ponen en suspenso la libertad personal de quien se suma al proyecto.

Podría finalmente afirmarse que desde la participación se propone una acción pública construida sobre la consulta o la prospección permanente del sentir social. Pues no en absoluto. La política pública así concebida no deja de responder a una concepción tecnocrática, a una reducción de la política a la exclusiva actividad gestora. Este fantasma se diluye si volvemos a la consideración primera de que el objetivo de la participación consiste en propiciar el protagonismo del ciudadano en la vida y la acción públicas. La implicación inmediata es que no hay lugar para un nuevo despotismo ilustrado que conciba la política como una satisfacción de los intereses de los ciudadanos sin contar con ellos en su consecución.

La participación, junto con la libertad, son objetivos públicos de primer orden. Incluso, por su carácter básico, y por lo que supone de horizonte tendencial nunca plenamente alcanzado, podríamos hablar de la participación como finalidad de la misma acción política en sentido amplio.

La participación política del ciudadano, debe ser entendida como finalidad y también como método. La crisis a la que hoy asisten las democracias, o más genéricamente nuestras sociedades, en las que se habla a veces de una insatisfacción incluso profunda ante el distanciamiento que se produce entre lo que se llama vida oficial y vida real, manifestada en síntomas variados, exige una regeneración permanente de la vida democrática. Pero la vida democrática significa ante todo, la acción y el protagonismo de los ciudadanos, la participación.

Sin embargo, frente a lo que algunos entienden, que consideran la participación únicamente como la participación directa y efectiva en los mecanismos políticos de decisión, ésta debe ser entendida de un modo más general, como protagonismo civil de los ciudadanos, como participación cívica.

En este terreno dos errores de bulto debe evitar el dirigente público. Primero, invadir con su acción los márgenes dilatados de la vida civil, de la sociedad, sometiendo las multiformes manifestaciones de la libre iniciativa de los ciudadanos a sus dictados. Y, segundo, y tan nefasto como el anterior, el de pretender que todos los ciudadanos entren en el juego de la política del mismo modo que él lo hace, ahormando entonces la constitución social mediante la imposición de un estilo de participación que no es para todos, que no todos están dispuestos a asumir.

No puede verse en esta última afirmación un aplauso para quien decide inhibirse de su responsabilidad política de ciudadano en la cosa pública. Insistimos en que de lo que se trata es de respetar la multitud de fórmulas en que los ciudadanos deciden integrarse, participar en los asuntos públicos, cuyas dimensiones no se reducen, ni muchísimo menos, a los márgenes –que siempre serán estrechos- de lo que llamamos habitualmente vida política. Tratamos, pues, fundamentalmente de participación cívica, en cualquiera de sus manifestaciones: en la vida asociativa, en el entorno vecinal, en el laboral y empresarial, etc. Y ahí se incluye, en el grado que cada ciudadano considere oportuno, su participación política.

Al dirigente público le corresponde, pues, un protagonismo público, pero la vida política no agota las dimensiones múltiples de la vida cívica, y el responsable público no debe caer en la tentación de erigirse él como único referente de la vida social. La empresa, la ciencia, la cultura, el trabajo, la educación, la vida doméstica, etc. tienen sus propios actores, a los que el dirigente político no puede desplazar o menoscabar sin incurrir en actitudes sectarias absolutamente repudiables.

CONCLUSION

Tratar de participación es, para terminar, tratar también de cooperación. La participación es siempre “participación con”. De ahí que el protagonismo de cada individuo es en realidad coprotagonismo, que se traduce necesariamente en la conjugación de dos conceptos claves para la articulación de políticas públicas participativas: autonomía e integración, las dos patas sobre las que se aplica el principio de subsidiariedad. En ningún ámbito de la vida política debe ser absorbido por instancias superiores lo que las inferiores puedan realizar con eficacia y justicia.

Estos dos conceptos, por otra parte, están en correspondencia con la doble dimensión de la persona, la individual y la social, la de su intimidad y la de su exterioridad. Insistimos en que se trata de la doble dimensión de un mismo individuo, no de dos realidades diferenciadas y distantes, que puedan tener una atención diversa. Más bien, la una nunca actúa ni se entiende adecuadamente sin la otra.

Si la libertad –en el plano moral- es en última instancia una consecución, un logro personal; si la participación, el protagonismo en la vida pública –sea por el procedimiento y en el ámbito que sea- sólo puede ser consecuencia de una opción personalmente realizada; la solidaridad es constitutivamente una acción libre, sólo puede comprenderse como un acto de libre participación.

La diversificación de intereses, impulsados por un clima de participación y compromiso cada vez mayores con los asuntos públicos, sobre todo -aunque no exclusivamente-, por parte de los jóvenes, ha culminado en el establecimiento de un denso tejido asociativo, con intereses, sensibilidades e incluso planteamientos políticos diversos. En ese tejido deben buscarse -sin exclusiones preestablecidas- a los interlocutores: asociaciones y colegios profesionales, asociaciones de padres de alumnos, asociaciones de amas de casa, de mujeres, grupos juveniles; entidades deportivas y culturales, organizaciones no gubernamentales, grupos, entidades y asociaciones de la tercera edad, asociaciones parroquiales, grupos y asociaciones ecologistas, sectores industriales y empresariales, consumidores, asociaciones y movimientos vecinales, entidades educativas, órganos de la administración particularmente dirigidos a la atención al público; comisiones de fiestas, medios de comunicación, sociedades gastronómicas, instituciones de recreo y tiempo libre, sociedades de caza y pesca; etc., etc., etc. La capacidad para establecer un diálogo con el más amplio número de representantes sociales será un indicativo de su apertura real a la sociedad.

En ese diálogo no debe olvidarse el objetivo principal que se persigue. No se trata de convencer, ni de transmitir, ni de comunicar algo, sino ante todo y sobre todo, en primer lugar, de escuchar. Y debe recordarse que en diálogo escuchar no comporta una disposición pasiva, sino al contrario, es una disposición activa, indagatoria, que busca el alcance de las palabras del interlocutor, comprender su manera de percibir la realidad, la conformación de sus preocupaciones y la proyección de sus ilusiones y objetivos. Por eso el punto de partida es la correcta disposición de apertura. Sin ella el diálogo será aparente, sólo oiremos lo que queremos oír e interpretaremos de modo sesgado lo que se nos dice. La pretensión de centrarse en los intereses de la ciudadanía será ilusoria.

Ese diálogo debe caracterizarse además por su flexibilidad. Es decir, no se trata de un intercambio rígido y formalista; no es una encuesta, está abierto, y han de ponerse en juego los factores personales y ambientales necesarios para hacerlo más confiado y fructífero. En ese mismo sentido ha de tenerse en cuenta el talante personal del interlocutor y contar también con el propio, para que la condición de los interlocutores no sea un elemento de distorsión en la comunicación. El diálogo debe conducirse sin limitación en los temas. También interesa conocer, cuando sea el caso el descontento que producimos, a quien y por qué. Y en medio de la multitud de propuestas de solución que se darán, habrá que resaltar que interesa considerarlas todas, pero de modo muy especial las que tengan como rasgo el equilibrio propio del centro, es decir, las que toman en consideración a todos los sectores afectados por el problema que se trate o la meta que se persiga, y no sólo al propio.

El diagnóstico que se pretende constituye un ejercicio público real, por su objetivo -comprender las aspiraciones de nuestra sociedad en su complejidad estructural-, por el procedimiento -comunicación-, por los juicios de valor que lleva aparejados -en cuanto a urgencia, importancia y precedencia de las cuestiones que se planteen-. Por otra parte, sustanciar un diálogo en estas condiciones comporta una mejora ética del dirigente público, porque sólo con un ejercicio de sinceridad y autenticidad podrá ponerse en el lugar de la ciudadanía a la que sirve.

No hay mejor modo de transmitir a las personas la importancia y la necesidad de su participación en los asuntos públicos que practicarla efectivamente. Fue Tocqueville (2003), el que acuñó esa fantástica expresión que tan bien describe la sintomatología de las democracias enfermas: el despotismo blando. Sí, cuando el efecto de la acción pública -oficial- consigue anular la capacidad de iniciativa de los ciudadanos y cuando la ciudadanía se recluye en lo más íntimo de su conciencia y se retrae de la vida pública, entonces algo grave pasa.

Sabemos que fruto de ese Estado de malestar que inundó Europa en estos años previos a la crisis, es el progresivo apartamiento del pueblo de las cosas comunes. Poco a poco, los intérpretes oficiales de la realidad pintaron, con gran eficacia, con píngues subvenciones el paisaje más proclive para los que ansían la perpetuación en el poder. Se narcotizaron las preocupaciones de los ciudadanos a través de una rancia política de promesas y promesas entonada desde esa cúpula que amenaza, que señala y que etiqueta. Quien quiera levantar su voz en una sintonía que no sea la de la nomenclatura está condenado a la marginación. Quien se atreva a poner el dedo en la llaga, corre serios peligros de perder hasta su puesto de trabajo. Hay quien sabe que vive en un mundo de ficción, pero no tiene los arrestos necesarios para levantar el telón. Es el miedo a la libertad, es el pánico a escuchar los problemas reales de la ciudadanía, es la comodidad de no complicarse la vida, es el peligro de perder la posición. En una palabra, es la “mejor” forma de controlar una sociedad que vive amordazada.

Uno de los pensadores más agudos del momento, Taylor (1944), nos advierte contra uno de los peligros que gravita sobre la saludable cultura política de la participación, sea en el entramado político o comunitario, al señalar “(¼) cuando disminuye la participación, cuando se extinguen las asociaciones básicas que operan como vehículos de ella, el ciudadano individual se queda sólo ante el vasto Estado burocrático y se siente, con razón, impotente. Con ello, se desmotiva al ciudadano aún más, y se cierra el círculo vicioso del despotismo blando”.

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