ORLANDO SOLANO BARCENAS

* Traducción

** Doctor en Derecho Administrativo y en Historia de las Instituciones y Sociología Jurídica de la Universidad de París. Francia. Docente investigador de la Universidad Nacional de Colombia. Ex Procurador General de la Nación (E), ex Viceprocurador General de la Nación, ex Presidente y ex Magistrado del Consejo Nacional Electoral. Tratadista.

Recibido: 12-11-2009 / Aceptado: 30-12-2009

La casa editorial francesa Julliard (30-34 rue de l’Universite, Paris VIIe) es una de las más importantes de Francia. Su cuaderno trimestral La Nef ha sido un bastión de las ideas, del progreso científico y de la divulgación de los principios de la democracia. Su directora, Lucie Faure, ha hecho una gran carrera y una mejor dirección de tan importante órgano de difusión de nuevas teorías y nuevas formas del pensamiento.

El Cuaderno No. 6 de la Nueva Serie, correspondiente a los meses de abril-junio de 1961 (año 18), fue dedicado a un tema de crucial importancia en los inicios de los movidos años sesenta “Las formas nuevas de la democracia”. En él escribieron personajes de talla mundial, como por ejemplo:

· Georges Vedel: La inexperiencia constitucional de Francia

· Léo Hamon: Contradicciones y contingencias de la democracia

· Guy Mollet: La regla democrática

· Georges Izard: El socialismo y la democracia

· Maurice Duverger: La democracia en el siglo XX

· Edgar Faure: Los mecanismos del mandato

· Pierre Fougeyrollas: Por una perspectiva de la democracia

· Joseph Rovan: ¿Cómo hacer demócratas?

· Albin Chalandon: ¿Cómo se puede salvar la democracia?

· Pierre Mèndes-France: Una planificación democrática

· Gilles Martinet: Del partido único a la democracia

· Gilbert Declercq: Democracia nueva y sindicalismo moderno

· Stéphane Hessel: Las democracias occidentales y la descolonización

· Claude Julien: El Tercer Mundo y la democracia ·

Jacques Michel: URSS: Una democracia real, pero agobiante.

De todos esos artículos hemos seleccionado tres, que reflejan un momento crucial para Francia en particular y para el Tercer Mundo en especial si se tiene en cuenta que en el país galo y en varias otras naciones de Europa se estaban dando en ese momento debates de trascendencia que repercutirían en el Tercer Mundo y cuyas proyecciones estamos viviendo en el momento actual.

Se presenta a continuación traducción de los artículos escritos por Guy Mollet, Maurice Duverger y Pierre Mendès-France.

En La règle démocratique, Guy Mollet plantea esencialmente el problema de la definición de la democracia, el alcance de los conceptos de “pueblo” y de las preposiciones “por” y “para” quien se gobierna. “Por” nos remite al gobierno de la mayoría y “para” a los derechos de las mayorías y de las minorías; es decir, al gobierno del conjunto de la comunidad. Si bien es cierto que la mayoría hace la ley, en esta empresa debe tener como mira el bienestar del conjunto y de cada uno de sus miembros tomados individualmente. En esta perspectiva, la ley emancipa al individuo, que deviene en el fin último de esta.

En opinión de Mollet, hasta ahora nada ha sido propuesto que valga la pena para reemplazar al sistema democrático porque, en realidad, solo este sistema sigue asegurando la verdadera emancipación del individuo. Para lograr esta emancipación, la democracia defiende los derechos fundamentales de este, asegurándole el derecho a ejercerlos en plena libertad. Sólo así se logra un auténtico progreso humano.

Lo esencial de la regla democrática reside en que la mayoría administre en forma correcta y efectiva el bienestar de la sociedad, pero sin atentar contra las libertades fundamentales de la persona humana. Una de las cuales es, indudablemente, el respeto a los derechos de las minorías. El irrespeto a la regla democrática viola, sin duda alguna, la voluntad democrática.

Los regímenes totalitarios de los turbulentos años 60 no pueden, en opinión de Mollet, condenar la democracia a su desaparición. En esto, es profundamente optimista. Ojalá también lo sea el lector.

En Une planification démocratique, Pierre Mendès-France estudia el problema de cómo la Guerra Fría ha enfrentado dos bloques, no en los campos de batalla clásicos, sino en el campo de los llamados derechos de segunda generación o derechos económicos y sociales. Vencerá quien logre concederles a sus pueblos el mayor número de estos derechos.

Partiendo de la crítica de las falencias del sistema político-económico de la Cuarta República francesa, solicita una nueva definición de las líneas de fuerza del nuevo régimen que sea necesario crear para Francia. Línea que no será, precisamente, la del liberalismo clásico. Por el contrario, insta a una mayor intervención del Estado. Pero, sin poner en práctica el método totalitario y piramidal que desprecia la libertad y la independencia del hombre.

En comparatista de sistemas políticos, a Mendès-France no se le escapa la incidencia que tiene para el problema de la libertad el de los grados o niveles de desarrollo social y económico. Para los niveles elevados, la flexibilización del Plan es altamente conveniente a fin de que la autoridad y la planificación sean democráticas en todos los escalones, respetando de contera la libertad y la eficacia económica.

Esas dos conquistas se podrán lograr, afirma, siempre y cuando haya una democratización de la enseñanza y de la información. Sólo un pueblo instruido e informado puede arbitrar el accionar de los poderes públicos y combatir las acciones vedadas de los grupos de presión.

Construir un Estado moderno es tarea urgente para hacerle frente a las realidades del siglo XX. Tarea que sigue siéndolo, en el siglo XXI.

En La démocratie du XXe siècle, el profesor Maurice Duverger estudia los progresos crecientes de la idea presidencial en la Francia republicana, a la manera norteamericana. Tendencia a la cual se oponía la derecha, pero no la izquierda. En efecto, la experiencia de la Cuarta República se pedía que no fuera repetida bajo la Quinta. Buscando con esta posición de rechazo, situar a Francia en la evolución general de los regímenes democráticos imperantes en el mundo de la segunda mitad del siglo XX.

La hostilidad del Partido Comunista francés al régimen presidencial es vista por el autor como una estrategia de llevar al fracaso al régimen parlamentario, con el propósito de desarrollar el resentimiento entre las masas populares. Por su lado, los partidos de tendencia socialista son vistos como proclives a una adopción de lo que más tarde será conocido como el régimen semipresidencial.

Esta última tendencia es percibida por Duverger como propia del Occidente europeo, inclinado a economías mixtas y comoel norteamericano, mucho más volcado hacia la libre empresa de tipo capitalista. Europa occidental, en período de bonanza se aferra a Benjamín Constant. Pero, en período de crisis acude a Luis Bonaparte. Logrado el equilibrio del desarrollo sostenible, se vuelve a lo mixto. Es decir, a una gestión del aparato económico-estatal flexible, pero que traza líneas de conducta, de “concertación”.

El desarrollo económico sostenido trae bajo su manto, los grupos de presión. Ellos, aprovechándose en esta empresa de la atomización de los problemas políticos y del fraccionamiento de las posiciones generales en múltiples posiciones particulares, procuran disminuir el rol del Estado. Sólo un ejecutivo fuerte puede ponerlos en cintura y asegurar el predominio del interés general.

Los temas de la representación proporcional y del desarrollo de los sondeos de opinión le merecen al autor, un análisis que le conduce a decir que estos últimos han terminado implantando en la opinión pública nuevas concepciones de la representación política. Estas nuevas concepciones tienen el mérito de estrechar la realidad de manera más cerrada que las teorías tradicionales, pero sin lograr lo esencial de un sentimiento vivido.

El problema francés de la doble representación le conduce a hacer el análisis del dipolo, patria chica–patria nacional. La primera es el sentimiento vivido. La segunda es mucho más difusa en el parlamentarismo de Cuarta República. Con un Estado mucho más intervencionista y nacional, los notables locales se encuentran en desasosiego frente a la vastedad de las nuevas funciones, ahora más “nacionales”. En todo caso, lo que se exige son gobernantes capaces de tomar decisiones más efectivas. La forma de Estado mencionada exige, entonces, una representación más global que sea ejercida por partidos asociados al poder y disciplinados.

Llama la atención el autor sobre el fenómeno de la personalización del poder, fenómeno acentuado en la segunda posguerra mundial. Fenómeno que va en contravía de la predicción de Emilio Durkeim, según la cual el poder se volvería cada vez más menos personal, cada vez más institucional. Todo lo contrario, afirma Duverger, porque en el plano gubernamental y nacional lo que se vive es una personalización del poder cuasi teatral que busca una adhesión incondicional al líder del país, ungido por el sufragio universal y dueño de los medios de comunicación.

Concluye el autor afirmando que el régimen parlamentario francés no sería aplicable –en los años 60– a ninguna nación que tenga las dimensiones del hexágono.

LA REGLA DEMOCRATICA

Por Guy Mollet1

De las diversas definiciones dadas de democracia, la mejor es ciertamente “Gobierno del pueblo por el pueblo, para el pueblo”. Sin embargo, la fórmula que es seductora, plantea el problema pero sin ofrecer una solución.

¿Qué es ese “pueblo”’ y qué sentido preciso es necesario darles a las dos preposiciones “por” y “para”?

Es generalmente admitido que el pueblo que se trata de gobernar es el conjunto de la sociedad, la comunidad. Este gobierno debe ser ejercido por la mayoría y debe serlo en provecho del conjunto y de cada quien.

Llegaríamos entonces a la fórmula, menos seductora, pero ahora más precisa, de “Organización de la sociedad, de la comunidad, por la mayoría, para asegurar la salvaguardia del conjunto y del mayor bien de cada quien”.

Esta definición, si llegase a ser retenida, implicaría, en mi sentir, la aceptación de dos ideas fundamentales: la mayoría hace la ley, la emancipación del individuo sigue siendo el objeto.

La mayoría hace la ley: es una idea controvertida, discutida. ¿Hay más verdad en dos cabezas que en una, en 51 votos expresados que en 49? ¿Es justo no darle más valor al erudito que al ignorante, al espíritu reconocido como sano que al enfermo o al borracho? ¿La mayoría es más capaz de descubrir el interés del pueblo que algunos espíritus ilustrados? Confesémoslo, cada uno se ha planteado algún día el asunto. ¿Pero… hay otra solución?

¿A quién se le dejará el cuidado de determinar las élites? ¿En qué se reconocerán ellas? ¿Cómo se reclutarán? ¿Por el origen? ¿Por la fortuna? ¿Por el poder? ¿Por la cultura? ¿Será necesario remitirse al azar, al nacimiento, a la cooptación? O más aún ¿al espíritu de empresa y de conquista de un grupo minoritario pero voluntarioso?

El solo enunciado de estas preguntas trae a la memoria las fechorías de la dictadura, que sea monárquica, teocrática u obra de una minoría actuante mística, fascista o bolchevique.

Tal vez únicamente el gobierno de los “sabios” no ha sido experimentado, ¿pero quiénes son ellos, dónde están? Cuando la vida nos hace rodearnos de verdaderos sabios, los encontramos modestos, inquietos por su ignorancia en los dominios que no hacen parte de su ciencia, son escrupulosos, poco ansiosos de administrar; mientras que, por el contrario, pululan los falsos sabios, los pedantes ambiciosos, hasta los imbéciles instruidos cuyo reino no es para nada deseable.

Tanto que todavía nada nos ha sido jamás propuesto que valga más que el gobierno del pueblo, el ejercido por la mayoría de este. Además, la educación asegura cada día más una mejor escogencia de esa mayoría.

Es entonces a ella, a la que le corresponde decir la ley y hacerla aplicar.

Volveremos más tarde sobre el asunto de los medios.

Pero el objeto sigue siendo la emancipación del individuo.

El fin es la persona humana. Es necesario a la vez liberarla de lo que la oprima y permitirle alcanzar su máximo desarrollo.

No se trata, sin embargo, de personalismo o de individualismo puesto que el individuo vive en sociedad. Hay a la vez derecho para el individuo a ese desarrollo y para la sociedad deber de facilitárselo.

Es decir que la mayoría que hace la ley y la hace aplicar no tiene por eso, derecho a atentar contra los derechos fundamentales del individuo (sobre todo si es minoría) y que, por el contrario, ella tiene el deber de permitir, de facilitar, de desarrollar el ejercicio de esos derechos.

¿Cuáles son esas libertades fundamentales?

Algunas son conocidas, codificadas. Ellas han sido objeto de numerosas declaraciones: la de los Derechos del Hombre de 1789, la de la ONU, la del Consejo de Europa, infortunadamente, no ha sido aprobada, fue sometida al pueblo francés en 1945, libertad de pensamiento, de expresión, de asociación, de desplazamiento, etc. Otras están todavía por ser reconocidas: trabajo, tiempo libre, salud, vejez feliz.

Es en la realización de estos derechos donde se inscribirá el progreso humano. Lo esencial de la regla democrática reside en un conjunto humano, la colectividad forma un todo que la mayoría administra de la mejor manera para el conjunto, pero haciendo esto, ella no tiene el derecho de atentar contra ciertas libertades fundamentales que se vinculan a la persona humana.

Acerca de estos principios, suponiendo que estén ya aceptados, algunas preguntas vienen al espíritu –que no son de detalle– sobre los medios gracias a los cuales la mayoría puede gobernar y sobre las garantías que aseguran a los individuos el respeto de los derechos fundamentales.

Es evidente que si las minorías no pueden expresarse, porque hay partido único, sindicato único, información única, no hay democracia. Desde luego, puede haber a veces conflicto entre la existencia misma de la comunidad y el ejercicio abusivo de ciertas libertades: he aquí uno de los grandes problemas de nuestra época. Pero la solución debe siempre ser buscada en el sentido de la mayor libertad, del mayor derecho así fuese el derecho a errar.

En cuanto a los métodos de organización y de acción de la mayoría, eso continúa siendo el más discutido de los problemas de hoy en día.

Nuestros viejos regímenes políticamente democráticos están basados en el parlamentarismo. El método es válido, sin duda alguna, probablemente aún es el mejor, y la mayor parte de los partidos demócratas socialistas lo han hecho suyo, pero sería erróneo pensar que sea el único en ser democrático. Sería, en todo caso, muy peligroso creer que los pueblos del Tercer Mundo en vías de desarrollo estén condenados a copiarnos.

De todas maneras, los métodos, las constituciones y las instituciones que de ellas resultan no son sino las reglas y los órganos de un juego que se debe respetar. El irrespeto de la regla, el mal funcionamiento de los órganos violan, sin duda alguna, la voluntad democrática. Pero el respeto formal o el buen funcionamiento ritual no son tampoco la prueba de la democracia. Los dos únicos criterios son, a mi manera de ver, los dos expresados anteriormente: la mayoría hace la ley, esta mayoría no puede atentar contra los derechos fundamentales de los individuos, así sean minoría.

Una última pregunta me he planteado: ¿Los regímenes democráticos mantienen su oportunidad en el mundo presente?

Frente a la eficacia evidente que resulta de la autoridad de que gozan los regímenes totalitarios, ¿la democracia está condenada?

Este es el objeto de otro largo estudio que yo no intentaría hacer en este artículo.

Sin duda, si los regímenes democráticos no son capaces de organizar, de planificar, sus economías, de mejorar su régimen social, de transformar las estructuras; en una palabra de gobernar, están probablemente condenados.

Pero lo que está en juego es de tal magnitud –liberar al individuo, hacer que nuestros nietos sean hombres libres y no robots bien gordos y bien aceitados–, que las democracias están condenadas a comprenderlo: por mi lado sigo siendo optimista. Si no lo estuviese, ¿podría ser un demócrata socialista?

UNA PLANIFICACION DEMOCRATICA

Por Pierre Mendès France2

No tengo la pretensión, en esta corta nota, de volver sobre los problemas que plantea tradicionalmente la aplicación práctica de los principios de la democracia. Quisiera únicamente evocar uno de sus aspectos que tiene relación con la evolución moderna de un país como Francia.

Los progresos técnicos realizados en materia militar, a menudo mostrados, han creado una situación tal que la guerra se ha vuelto imposible y casi impensable. Si los dos grupos de naciones que se dividen (desgraciadamente) el mundo continúan enfrentándose en una gigantesca rivalidad, sus oposiciones van a revertir cada vez más formas diferentes de aquellas del pasado; esta oposición no se desatará en los campos de batalla clásicos, será en el campo económico y social donde uno u otro rival se llevará la victoria decisiva y esto ocurrirá, muy probablemente, antes de que terminen quince años.

La evolución necesaria de la democracia, su adaptación, su modernización deben ser estudiadas bajo este ángulo. Es claro que la restauración de un sistema político-económico semejante al de la IV República, no sabría responder a esta necesidad; su impotencia y su debilidad, su mal rendimiento (es decir, la relación que existe entre los esfuerzos desplegados, los rigores sufridos por algunos y, de otra parte, los progresos realizados), su inaptitud permanente en hacer respetar las exigencias del interés general por los innumerables intereses particulares prueban con evidencia que el restablecimiento de las instituciones y de las costumbres3 de la IV República no nos pondrán en estado de enfrentar la competencia y de hacerle frente con eficacia.

Ahora bien, es en función de esta competencia, dominada por el dinamismo económico y el progreso social, que debemos definir las líneas de fuerza del régimen nuevo que necesitamos.

Señalemos en primer lugar que en materia económica, no hay más hoy en día liberales, en el sentido utilizado en el siglo XIX; nadie cuestiona más de forma verdadera la necesidad de la intervención del Estado; y la derecha no se distingue de la izquierda, sino por la extensión de esta intervención y sobre todo por los objetivos que ella le asigna.

Toda intervención del Estado comporta, por su propia naturaleza, coacciones, hasta sacrificios, para aquella o esta fracción del país. ¿Cómo estas disciplinas se impondrán, qué fuerzas serán puestas en marcha para hacerlas respetar?

En ciertas experiencias recientes, hemos visto situar la economía entera bajo la autoridad directa y sin contrapesos de la alta administración del Estado. En un sistema de este género, todas las decisiones son tomadas por un pequeño grupo de hombres desde la cúpula y ellas tienen inmediata repercusión en todos los escalones de la economía, hasta llegar a la base. Este método es totalitario, centralizado, piramidal, que desprecia la libertad y la independencia del hombre, de su aporte personal a la sociedad, a veces hasta de su dignidad. ¿Es inevitable en un país atrasado donde una población tosca, sin capacidad de comprender bien los objetivos perseguidos y los medios escogidos, pero acostumbrada a sufrir y a obedecer, sea puesta al servicio de la política decidida por el poder? Este es un asunto sometido a debate.

Pero el problema es muy diferente en un país evolucionado en el cual una población ya bastante instruida e informada, y que ha tomado desde hace tiempo el gusto por la libertad, no aceptará ser movilizada y encuadrada sin haber sido consultada sobre la política a seguir y sin participar en el control de su aplicación.

Por lo demás, en el marco de una economía industrializada, la política económica no puede resumirse en algunas decisiones fundamentales y simples. Ella conlleva inevitablemente múltiples arbitrajes, escogencias complejas y la obligación de tener en cuenta innumerables acciones y reacciones de todos los sectores económicos. Los riesgos de error son mucho más frecuentes. En consecuencia la desmultiplicación y la descentralización, en todo caso, la flexibilización del sistema de elaboración de las decisiones y del Plan es altamente deseable. Un sistema menos rígido, menos autoritario se hace necesario. Ya en las economías planificadas de los países del Este, en la medida en que la producción y el nivel de vida se elevan, un poco más de flexibilidad y de descentralización comienzan a aparecer en los últimos planes publicados y en sus revisiones sucesivas.

En una economía evolucionada, el motor que dará los impulsos vencerá la resistencia de los intereses particulares y hará respetar las prescripciones del Plan, no puede entonces residir en un núcleo central todopoderoso; el motor debe ser la presión popular, la voluntad del mismo país, previamente informado, y puesto en estado de jugar ese papel. Si esta presión de la base es persistente, si –lejos de contentarse con intervenir una vez cada cinco años con ocasión de un voto episódico– los ciudadanos practican la democracia permanente, liberando día tras día una opinión política vigilante y activa, su fuerza puede ser irresistible. De esta manera, las decisiones y los arbitrajes fundamentales, el control de la ejecución, las disciplinas necesarias, las asegurará el mismo pueblo; la autoridad y la planificación serán democráticas en todos los escalones; libertad y eficacia serán por fin reconciliadas y asociadas.

Las modalidades de un régimen de este tipo deben ser objeto de reflexiones y de estudios profundos. Pero un punto esencial puede ser subrayado inmediatamente. Esta democracia viviente que dejará atrás el plano político para extenderse al económico, no es concebible si el pueblo, si la masa ha sido puesta en capacidad de practicarla válidamente. Esto plantea el problema de la democratización de la enseñanza y también el de la información.

Mientras que el privilegio del conocimiento y de la cultura esté reservado a una minoría, mientras que la información sea tendenciosa y parcializada (por influenciada ya sea por los poderes públicos, ya por los grupos de interés), el arbitraje del pueblo será imposible o falseado. La democratización de la enseñanza es entonces la pieza maestra de toda transformación social digna de este nombre. Pero los problemas de la prensa, de la radio, de la televisión, de los medios de propaganda, deben igualmente recibir soluciones que hagan viable una democracia auténtica.

Rechazar estas perspectivas es renunciar finalmente a la democracia, es aceptar que se perpetúen las rutinas y los privilegios en el seno de una economía sin dinamismo, es resignarse a su crecimiento débil a la hora en que el destino dependa de la expansión y del progreso. Nuestra tarea consiste entonces en construir un Estado moderno, en el cual un poder sólido y eficaz sea el intérprete de las ambiciones de la juventud frente a las realidades del siglo XX.

LA DEMOCRACIA DEL SIGLO XX

Por Maurice Duverger4

Nada sorprendente más, para los viejos demócratas, para los republicanos del estilo 1900, que los progresos crecientes de la idea presidencial en los medios políticos franceses. Hasta 1956, la reforma de la Constitución era sobre todo reclamada por la derecha; ella no cuestionaba casi el régimen parlamentario; se limitaba a reclamar algunos arreglos de detalle, definidos por los señores Millerand y Doumergue, que han inspirado al señor Michel Debré en 1958. Hoy en día, la campaña es mucho más ambiciosa, puesto que tiende a introducir en Francia un sistema político de tipo americano. Ella se desarrolla sobre todo en la izquierda: el régimen presidencial no tiene casi partidarios entre los independientes, incorpora a algunos entre los radicales, un poco más en el Movimiento Republicano Popular (MRP) y en la Sección Francesa de la Internacional Obrera (SFIO), mucho más en el Partido Socialista Unificado (PSU) y en los sectores vecinos.

Esta turbación de las posiciones tradicionales se explica en primer lugar por la evolución de Francia, desde la Liberación. El fracaso de la Restauración parlamentaria de 1946 comienza a hacer abrir por fin los ojos.

Uno se rinde progresivamente a la evidencia: si la V República se pareciera a la IV, el pueblo se desviaría más rápido aún, y nada podría impedir aventuras autoritarias. Pero los progresos de la idea presidencial en nuestro país no dependen únicamente de estos factores nacionales particulares. Ellos son todavía más el reflejo y la consecuencia de la evolución general de los regímenes democráticos en el mundo: es esa idea presidencial lo que queremos estudiar aquí.

Los problemas de la democracia política se plantean de manera muy diferente en los tres sectores del mundo actual: occidental, soviético y “subdesarrollados”. No se examinará sino los del primero, lanzando como hipótesis que Francia continuará perteneciéndole durante las próximas décadas; es decir, durante el período histórico sobre el cual tenemos una acción directa. La hostilidad del señor Maurice Thorez al régimen presidencial se explica probablemente por el hecho de que él razona en una perspectiva diferente: la del paso de nuestro país al sector soviético y de los medios propios a acelerarlo (la impotencia y el desorden del gobierno y su sometimiento a los intereses capitalistas pueden tener alguna eficacia desde este punto de vista, en el desarrollo del resentimiento entre las masas populares).

Los tres “sectores” precedentes no se definen por lo demás por los sistemas de alianzas y las posiciones diplomáticas: sino por los atributos económicos y socioculturales. El Occidente comprende las naciones de América del Norte y de Europa del Oeste (más Australia y Nueva Zelandia) que alcanzan un alto grado de consumo material (próximo a la “abundancia relativa”) y de libertad política e intelectual. Los sistemas de producción y las creencias relativas a estos sistemas allí son todavía bastante diferentes: Estados Unidos permanece fiel a la empresa privada; Europa Occidental –sobre todo Gran Bretaña, Francia y Escandinavia– pertenecen más bien a un régimen mixto semicapitalista, semisocialista. Esta disparidad corresponde probablemente a grados de evolución diferentes: el desapego del capitalismo integral y los progresos de la intervención económica de la autoridad pública son sensibles en los propios Estados Unidos, en donde se comienza a tomar cada vez más conciencia de la necesidad de acentuar el movimiento.

I. EL REFORZAMIENTO DEL EJECUTIVO

En Occidente, la idea de democracia está unida, tradicionalmente, a la de un Ejecutivo débil. Este carácter está más o menos desarrollado según los países de que se trate. Parece menos acentuado en Estados Unidos que en Europa; parece más fuerte en Francia que en las otras naciones del Viejo Mundo, pese a que la persistencia de un sentimiento jacobino la debilite un poco. Entre nosotros, un “republicano” tiene naturalmente tendencia a sostener al Parlamento en contra del gobierno (aunque acepte experiencias a la manera de Clemenceau, en los casos excepcionales). Ese republicano ve en el diputado un personaje encargado de vigilar los ministros, a quienes es necesario tener siempre bajo sospecha. El estado de espíritu simbolizado por Alain permanece muy extendido.

Esta tendencia hacia el debilitamiento del gobierno tiene sin duda dos fuentes principales. En primer lugar, las formas del desarrollo histórico de la democracia. En Europa, esta se ha establecido contra un régimen autocrático preexistente, que ella ha progresivamente suplantado. Las asambleas han sido las primeras instituciones democráticas, nacidas en el seno de las monarquías que ellas tenían como fin limitar. Entonces, acrecentar los poderes de los diputados era aumentar la influencia en el Estado del elemento democrático; restringir las prerrogativas del ejecutivo era eliminar el rol en el Estado del elemento autocrático. Un hábito se ha establecido, una tradición se ha creado, que ha persistido una vez que el propio gobierno ha sido democratizado: la desconfianza se ha mantenido, una vez desaparecidas las causas que la habían engendrado. El ejecutivo democrático no ha podido hacer olvidar completamente sus orígenes monárquicos. Sin embargo, el fenómeno es propio de Europa: los Estados Unidos no lo han conocido. Esto puede explicar que la obsesión de un gobierno fuerte allí sea menos grande.

Todos los países de Occidente tienen en común otro factor de debilitamiento del ejecutivo: su estructura económica y la ideología que de ella se deriva. El capitalismo liberal implica un gobierno débil, confinado a las tareas militares y policivas, incapaz de perturbar, por sus intervenciones, los juegos del “laisser-faire, laisser-passer”. Liberalismo político y liberalismo económico se juntan para empujar hacia el debilitamiento del Ejecutivo en tiempos normales: el primero teme que un gobierno fuerte sea opresor, el segundo que sea planificador.

Sin duda, uno y otro, y el segundo sobre todo tienen igualmente necesidad de que la sociedad sea protegida contra los movimientos sediciosos. Para el capitalismo liberal, el gobierno es a la vez malo y bueno, según los dominios y las circunstancias. Cuando el orden público está turbado, cuando la revolución amenaza, lo blanco se impone a lo negro y se preconiza un régimen fuerte. Fuera de estos períodos excepcionales, se prefiere un ejecutivo apagado. Ahora bien, el desarrollo económico de las sociedades de Occidente próximas a alcanzar un nivel de abundancia relativa, tiende a estabilizarlas: las revoluciones populares son cada vez menos de temer, el orden social allí se afianza cada vez más. Esto explica probablemente que la contradicción en la actitud de los partidarios del capitalismo liberal frente al ejecutivo se borre poco a poco: la desconfianza se la lleva cada vez más.

TRES FASES

Se puede así distinguir tres fases. En el primer estadio del capitalismo, cuando la amenaza de la revolución no es grande, porque los elementos populares son todavía poco numerosos, atrasados, desorganizados, impotentes, el deseo de un gobierno débil se expresa plenamente: tal es por ejemplo la posición de Benjamín Constant. En el segundo estadio, donde un proletariado oprimido y desgraciado es encuadrado y dinámico, este deseo desaparece detrás del miedo a la revolución que amenaza, y la necesidad del gendarme triunfa sobre el temor de los planificadores: tal es el fundamento de las dictaduras occidentales contemporáneas, de Luis Bonaparte a Hitler. En un tercer estadio, en que la elevación general del nivel de vida conduce a un relajamiento de las reivindicaciones y los resentimientos, en que el riesgo de una revolución desaparece progresivamente, se vuelve a la desconfianza fundamental frente al ejecutivo.

Las democracias occidentales han entrado en esta tercera etapa de su desarrollo histórico. Así se explica que la hostilidad con respecto a un gobierno fuerte esté pasando de la izquierda a la derecha. En la Francia actual, los más firmes defensores del régimen parlamentario se sitúan entre los independientes: campesinos o los radicales y los republicanos populares más moderados (excepto los comunistas: más arriba se dieron las razones de esta posición particular). En los Estados Unidos los elementos conservadores apoyan al Congreso y guardan la nostalgia de una Presidencia ineficaz, a la manera de Eisenhower, mientras que los innovadores apoyan a John Kennedy y sus esfuerzos por acrecentar el rol del ejecutivo. En esta óptica la campaña por un régimen presidencial, que se desarrolla en Francia entre los medios de izquierda y de centroizquierda, es el resultado de factores generales comunes a la mayor parte de las naciones del Oeste.

Un ejecutivo fuerte es desde ahora necesario técnicamente para asegurar la gestión del aparato mixto de producción, semipúblico, semiprivado. Aún flexible, aún si la incitación tiene mayor lugar que la coacción, la planificación exige un gobierno firme y estable. En la propia derecha, he aquí que se habla de economía “concertada”; pero no hay concierto sin un jefe de orquesta, y el ejecutivo es el único que puede jugar ese papel. Las asambleas, por su propia estructura, son incapaces; ellas pueden únicamente trazar marcos y velar porque no se desvíen de ellos. Si el gobierno permanece débil e inestable el concierto económico será dirigido por los altos funcionarios. La tecnocracia, que algunos denuncian, no es sino el resultado de la carencia de Ejecutivo: la necesidad de ejercer la función que ellos no desempeñan obliga a los técnicos a reemplazar a los ministros que fallen en la empresa.

UN CAMPO DE BATALLA

Un gobierno fuerte es también necesario, políticamente, frente al desarrollo de los grupos de presión, que caracteriza de otro lado la evolución actual de las democracias de Occidente. El asunto no radica en saber si este desarrollo es bueno o malo; de todas maneras, constituye un dato que es necesario tener en cuenta. En países como la Gran Bretaña, donde se enfrentan solo dos partidos, y dos partidos fuertemente disciplinados, cierto equilibrio puede establecerse entre esas organizaciones políticas, que expresan orientaciones globales, y los grupos de presión, que traducen intereses particulares. Equilibrio sin cesar amenazado, por otro lado, por el hecho de que en las sociedades desarrolladas, la abundancia y el bienestar parecen inclinar a la atomización de los problemas políticos, al fraccionamiento de las posiciones generales en múltiples posiciones particulares, lo que tiende a acrecentar la influencia de los grupos de presión, a disminuir la de los partidos.

Si los partidos son de cuadros sin cohesión –como en los Estados Unidos–, o si son numerosos –como en Francia (donde varios igualmente no tienen disciplina)–, ellos no ofrecen casi resistencia a los grupos de presión; tienden a convertirse por el contrario en uno de sus medios de expresión. Entonces, el Parlamento es esencialmente el campo de batalla donde se enfrentan estos grupos. Esto no es anormal, sea lo que se piense: a condición de que al lado de esta expresión de los intereses particulares, en su diversidad y su competición, exista en el Estado un poder que pueda asegurar el predominio del interés general, el cual no es ni la suma ni el componente de los anteriores. Eso supone un ejecutivo a la vez fuerte e independiente.

El ejecutivo tiende a convertirse en el contrapeso principal de los grupos de presión. Estos son diversos y de orientaciones opuestas: los sindicatos obreros figuran allí, al mismo título que las coaliciones capitalistas. Sin embargo, estas últimas continúan siempre detentando la influencia principal en las democracias de Occidente. Ellas son el motor. Los otros grupos juegan el papel de acelerador o de freno. En esta situación, desear un ejecutivo fuerte, que emane directamente del sufragio universal, es levantar frente a las coaliciones capitalistas un instrumento propio a contenerlas y a reducirlas5.

Que el deseo de un régimen presidencial sea más vivo en la izquierda que en la derecha, en la Francia actual no es entonces un fenómeno fortuito, sino la consecuencia de la evolución en profundidad de la democracia de Occidente. Los comunistas la descartan, porque ellos se sitúan por fuera de esta evolución, en otra perspectiva. Muchos republicanos se resisten, sobre todo en las viejas generaciones, porque ellos están más atentos a los recuerdos históricos que a la situación presente. El nuevo apego de la derecha al régimen parlamentario resulta de las mismas causas; un jefe de gobierno elegido por el pueblo opondría un obstáculo demasiado firme a las coaliciones económicas; por el contrario, un presidente del Consejo investido por los diputados y revocable en todo momento por ellos, no estaría armado para esta resistencia. La disolución automática, preconizada por algunos, aparece de esta manera como un sistema de conciliación entre las necesidades de funcionamiento de todo gobierno, que no aseguran ni la Constitución de 1946 ni la de 1958, y la voluntad de mantener el poder de los grupos de interés. Sí, es absolutamente necesario que el ejecutivo sea estabilizado y reforzado cuando emane del Parlamento y no del sufragio universal, porque allí esos grupos de interés tienen mayor influencia. De esta manera se explica la actitud actual de un hombre que tiene toda su vida encarnada, con coraje e inteligencia, en las posiciones de centroderecha: Paul Reynaud.

El desarrollo de los grupos de presión, fenómeno esencial de las democracias occidentales ha tomado una importancia tan grande desde hace algunos años, que destruye la objeción esencial que se podía hacer antaño a la introducción en Francia del sistema presidencial, la misma que hizo dudar a Léon Blum. En Estados Unidos, la importancia de las prerrogativas y del prestigio del jefe del Estado son compensados por la muy grande descentralización, que le hace equilibrio. ¿No sería ella peligrosa, se dice, en una nación centralizada, en la que no existen los contrapesos de las autonomías locales? Esto equivale a olvidar que la verdadera descentralización en las naciones del Oeste viene hoy en día de la fuerza de los “poderes privados”; es decir, de los grupos de presión. Le era necesario en 1787 un ejecutivo fuerte a la joven América, para impedir la disociación de trece países apenas federados; es necesario hoy en día un ejecutivo fuerte a las democracias de Occidente, para impedir el desmembramiento del Estado por las coaliciones de interés. Los elementos centrífugos son de naturaleza diferente, en uno y en otro caso; pero su importancia es aproximadamente equivalente.

LAS CONDICIONES NUEVAS DE LA REPRESENTACIÓN NACIONAL

La democracia moderna descansa sobre la idea de representación. Pero esta idea ha evolucionado mucho desde Locke, Montesquieu y Rousseau, que le dieron su primera expresión. Ellos tomaban la palabra representación en un sentido jurídico derivado de la noción de mandato de derecho civil, en el cual una persona (el mandante) puede dar a otra (el mandatario) el derecho de actuar en su nombre soportando la primera todas las consecuencias de los actos realizados por la segunda. La designación de los diputados se analizaba así como un mandato conferido por los electores a los elegidos, para actuar en su lugar y plaza. Bajo la constituyente este mandato debía conformarse estrictamente a las instituciones de aquellos que representaba. Bien pronto se percibió que tal sistema era inaplicable. A la idea de un mandato personal otorgado por tales electores a tal diputado, se ha preferido entonces la idea de un mandato colectivo otorgado por la nación entera al conjunto de sus representantes; a la idea de un mandato preciso e imperativo, se le ha sustituido la de un mandato global ilimitado. De esta manera, la soberanía ha sido prácticamente transferida del pueblo al Parlamento; tal era la concepción cuasi general de la democracia, en Occidente, a comienzos del siglo XX.

Las controversias en torno de la representación proporcional primero, el desarrollo de los sondeos de opinión enseguida, la han cuestionado. Más exactamente: ellos la han hecho pasar a un segundo plano, marcando el acento sobre otro aspecto del problema. Pretender “fotografiar” la opinión por el medio de un sufragio que asegure una coincidencia rigurosa entre el reparto de los votos y el de las curules parlamentarias, era desplazar el problema del terreno del derecho al de los hechos. En la expresión “representación proporcional”, la palabra representación no es empleada en su sentido jurídico tradicional. Ella no designa ya una relación de derecho entre dos personas, mandante y mandatario, sino una relación de hecho entre la opinión pública, tal como es expresada en las elecciones y la composición del Parlamento y como resulta de estas elecciones. Se trata de asegurar una semejanza entre las dos.

Los sondeos de opinión van en el mismo sentido: ellos permiten aprehender por otros métodos diferentes de las elecciones, la opinión de la masa de los ciudadanos. La muestra de 1.000 o 2.000 personas sobre la cual trabajan los encuestadores es, como el Parlamento, una reproducción a escala reducida del país entero. Ella “representa” la nación, no como un mandatario representa a su mandante, sino como una fotografía representa el objeto fotografiado, que es igualmente el significado de las elecciones, en la teoría de la proporcional. El desarrollo de los estudios de sociología electoral, las investigaciones recientes sobre las desigualdades de representación, las comparaciones frecuentes hechas entre la composición de las asambleas y la de la población, todo ello ha terminado implantando en la opinión pública nuevas concepciones sobre la representación.

Ellas tienen el mérito de estrechar la realidad más cerca que las teorías tradicionales: sin embargo, no van al corazón del problema. En su significación más profunda, la representación no es ni el mandato jurídico descrito por los profesores de derecho, ni la coincidencia fotográfica analizada por los especialistas de la sociología electoral: ella es un sentimiento vivido. Para que haya democracia es necesario que los ciudadanos se sientan representados por sus elegidos, que una red directa de confianza una a estos con sus electores. Si no, los procedimientos democráticos no son más que formas vacías, y el pueblo es literalmente alienado: después que él tenga conciencia de ser extraño a aquellos que se suponen hablan y actúan en su nombre.

UNA ACTITUD AMBIVALENTE

Se ha dicho mucho que tal era la situación bajo la IV República y bajo la III en sus últimos años. El trágico aislamiento en que se encontró el Parlamento en mayo de 1958 o en junio de 1940 es evidentemente sintomático. No es necesario sin embargo exagerar el alcance. No olvidemos, después de todo, que la reforma electoral es más responsable de la eliminación de los antiguos diputados que la voluntad del cuerpo electoral: en noviembre de 1958, los partidos tradicionales han agrupado más de cuatro quintas parte de los sufragios expresados. Desde un cuarto de siglo al menos, la actitud de los franceses respecto a los parlamentarios es ambivalente: no se tiene visiblemente confianza en ellos para gobernar la nación, pero se les reelige con bastante regularidad. Al día siguiente del referendo del 8 de enero de 1961, mucha gente que había votado “sí” habían confirmado en sus funciones a los senadores y diputados que habían preconizado el “no” o por la abstención, si hubiese habido elecciones.

Esta actitud no parece nada contradictoria. Ella permite aprehender un fenómeno casi ignorado que explique probablemente muchas de las anomalías del régimen parlamentario francés tradicional: el de la doble representación. En su origen, los parlamentos tenían como función esencial expresar los intereses de los diversos grupos sociales y de las diferentes partes del país, frente a un ejecutivo monárquico, que encarnaba entonces la unidad de la nación. Durante mucho tiempo por otro lado la nación no ha sido un concepto vago, para la mayor parte de los ciudadanos encerrados en el universo estrecho de su patria chica. Ellos consideraban esencialmente que su diputado estaba encargado de defender en la capital los derechos de esta patria: a este respecto, ellos se sentían bastante bien representados por sus mandatarios.

Ellos no han cambiado. La defensa de los intereses locales y de los intereses particulares de los grupos de presión está siempre bien asegurada por los parlamentarios, y los ciudadanos lo saben. En este marco, que corresponde con bastante exactitud a la idea que Alain se hacía de los diputados, la representación sigue siendo un sentimiento vivido. Pero la situación es diferente en el plano de la orientación global de la nación entera. Durante mucho tiempo, la teoría Liberal ha rechazado distinguirla de la precedente: el interés general puesto delante, según ella, se desprende naturalmente del juego de los intereses particulares. Durante mucho tiempo la opinión se ha preocupado poco: porque permanecía demasiado compartimentada, física e intelectualmente, como para concederle gran importancia práctica a la colectividad nacional, salvo en las circunstancias excepcionales (guerra, revoluciones). Durante mucho tiempo, el pequeño número de tareas del Estado liberal permitía casi que ellas fuesen correctamente cumplidas aun en ausencia de una autoridad firme, capaz de arbitrar entre los intereses particulares. A este período, corresponde la edad de oro de la República, que va desde 1884 a 1914, esas horas le han dado a Francia el mejor régimen que haya conocido desde siglos –aunque hubiese sido duro para los pobres y poco abierto a los problemas del proletariado–.

Desde hace medio siglo, la evolución ha perturbado esta situación. De una parte, las tareas del Estado se han vuelto más numerosas, el progreso técnico las ha vuelto más complejas, el conflicto de intereses particulares se ha agravado: de allí el desasosiego de los notables locales, encargados de expresar los intereses de las comunidades particulares. De otro lado, el desarrollo de las comunicaciones, del periódico, de la Ilustración, del cine, de la radio, de la televisión le ha desarrollado a los ciudadanos conciencia de su pertenencia real, auténtica, viva, a una comunidad más vasta que las delimitadas por sus horizontes cotidianos. Así se ha planteado el problema de una segunda representación, de carácter global y general frente a la representación tradicional de carácter particular y compartimentado. No se trataba únicamente por lo demás, de expresar opiniones o preferencias sobre el plano de la orientación de la nación entera, sino de designar gobernantes capaces de tomar decisiones.

UNA DOBLE REPRESENTACION

Ciertos países han sabido organizar esta representación. En Estados Unidos, las instituciones políticas proveen para esto un marco preexistente: las representaciones particulares se expresan en las elecciones de Congreso, la representación global en la elección presidencial. Nada de asombroso en esta coincidencia de las funciones y de los órganos: el carácter federal de la República norteamericana ha conducido a distinguir desde los orígenes dos representaciones, la de Estados Unidos y la de la nación entera. En otras partes, el desarrollo de un sistema de partidos rígidos y disciplinados ha engendrado soluciones diferentes. La existencia de un liderazgo nacional dentro de cada partido, apoyado en la fidelidad rigurosa de cuadros y sobre todo de parlamentarios, ha permitido constituir sólidas organizaciones, capaces de expresar orientaciones globales y de hacer contrapeso a los intereses particulares expresados por las comunidades locales y por los grupos de presión.

En Gran Bretaña, donde estos partidos rígidos están reducidos a dos, el poder pertenece únicamente a uno de ellos, cuyo líder puede así de esta manera aplicar la política. Sin duda, dentro del partido de gobierno, el enfrentamiento de los grupos de presión y de los notables locales es vivo; pero la autoridad de un jefe, cuyos grupos y notables no pueden prácticamente cuestionar el liderazgo, durante un largo plazo, le permite ejercer un arbitraje eficaz. En la Europa nórdica, el multipartidismo obliga a coaliciones gubernamentales entre varios líderes. Los grupos de interés juegan a través de las contradicciones inherentes a estas alianzas. La representación global es mal asegurada. Al menos, en la medida en que los partidos asociados al poder sean disciplinados, ellos ofrecen pese a todo un cierto contrapeso a las representaciones particulares.

En Francia, no existe nada de esto. Los partidos fuertemente organizados (comunistas y socialistas) agrupan menos de la mitad del país. Si el Movimiento Republicano Popular (MRP) y ciertos movimientos efímeros (Unión del Pueblo Francés RPF, Pujadistas, Unión para la Nueva República UNR) son semi-disciplinados, los otros (radicales e independientes) no son sino partidos de cuadros, que reúnen personalidades que permanecen libres de sus movimientos. En tal situación, los gobiernos no expresan orientaciones de conjunto: ellos son incapaces de tomar decisiones fundamentales; ellos no pueden sino dar rodeos entre conflictos de interés compartimentados, sin trascenderlos. Las representaciones particulares están bien aseguradas, y los ciudadanos confían en sus diputados para defender los intereses locales y privados. Ellos no les otorgan su confianza para que expresen el interés general y gobiernen el país; así, la representación global no existe. Jurídicamente, los ministros pueden pretenderse los mandatarios del país, por intermedio del Parlamento; prácticamente esta representación no es vivida por la población, la cual tiene por el contrario, la impresión de ser alienada.

De esta manera se explica la ambivalencia de las actitudes frente a los parlamentarios que se reeligen, pero que se desprecian. Se les reelige porque asumen bien lo que llamamos las “representaciones particulares”, y no se les desprecia en ese campo: en sus feudos, ellos son por el contrario respetados, de manera general. En el plano gubernamental, en el marco nacional, se les considera mal, porque no dan una “representación global”: y la consideración se extiende a todo el régimen, porque esta no está asegurada por nadie. Todas las proporciones guardadas, la situación es análoga a la que los franceses han vivido al finalizar la feudalidad: ellos tenían confianza en sus señores, para protegerlos localmente y defender sus puntos de vista acerca del Estado; pero no tenían más confianza en ellos para gobernar la nación. Entonces la monarquía se desarrolló con el fin de asegurar una representación global (pero seguidamente fue muerta, por haber ahogado las “representaciones particulares”).

El sistema parlamentario francés presenta otro defecto: no tiene suficientemente en cuenta el fenómeno de la personalización del poder, que se desarrolla en la época contemporánea. Sin duda, el poder ha estado siempre más o menos personalizado, jamás los ciudadanos han olvidado completamente al hombre que se encuentra bajo este. Pese a la fórmula “el rey está muerto, viva el rey” ellos han distinguido entre sus monarcas los amados y los detestados, los populares y los impopulares. Seguidamente, la República ha desconfiado de los “individuos”, sin llegar siempre a descartarlos de su ruta: Gambetta, Clemenceau, Poincaré, Briand, Léon Blum, Pierre Mendès-France tenían una autoridad que superaba sus títulos oficiales.

Durkheim se equivocó sin duda pensando que el poder se vuelve cada vez menos personal, cada vez más institucional. Esa no es la revolución reciente, en todo caso, parece orientada hacia un sentido contrario. Khrouchtchev, Mao Tse-Tung, de Gaulle, Kennedy, Nasser, Bourguiba en el mundo de 1961, comprueban que los “individuos” son más poderosos que nunca. Ellos no han cesado de serlo en realidad. Más que un acrecentamiento del carácter personal del poder, se trata parece de una nacionalización de este carácter. A fines del siglo XIX y comienzos del XX, en las repúblicas burguesas, el poder estaba fuertemente personalizado a escala local y particular: sobre el plano de los notables comunales y cantonales, presidentes de organizaciones y secretarios de sindicatos; igualmente, sobre el plano de diputados y senadores, que podían en Francia cambiar varias veces de etiqueta política sin cesar de ser reelegidos. Pero lo era menos sobre el plano gubernamental y nacional, en el que uno se esforzaba por el contrario en encontrar gentes neutras, borradas, que llamaban tan poco como fuese posible la popularidad. Esto correspondía a la vez a la voluntad de debilitar al Estado –de lo que se han visto arriba los motivos– y al carácter local y compartimentado de la vida social.

LA NECESIDAD DE PERSONALIZACION

La ampliación del campo de visión política, que se ha escrito arriba, tiende naturalmente a reportar sobre el plano nacional esta necesidad de personalización del poder. De otro lado, los medios de información modernos hacen que los jefes de gobierno se hayan vuelto más familiares para los lectores de periódicos, radioescuchas, espectadores de cine y de televisión, que su diputado o su presidente de organización profesional. Se trata ciertamente de una familiaridad fáctica, superficial, ilusoria, cuasi teatral, que no desarrolla menos un sentimiento de conocimiento y de apego personales. Este apego es reforzado por las condiciones generales de existencia del hombre contemporáneo. Tomado de vastos conjuntos administrativos, mecanizados, abstractos, este hombre contemporáneo se repliega de una parte hacia el calor de la célula familiar y hacia el círculo de amigos próximos, en el que se desarrollan contactos realmente humanos. Busca de otra parte insertarse en el vasto mundo que le asedia por la mediación de personajes mitad vivos, mitad míticos: los hombres y las mujeres ilustres, que llenan las páginas y las pantallas. Los mismos factores sociológicos engendran las estrellas y los héroes políticos.

Esta necesidad de personalizar el poder a escala nacional no es totalmente lamentable. Ella favorece mucha mistificación sin duda; ella reposa ampliamente sobre su edificio de mentiras y de ilusiones. Pero ella comporta elementos positivos. Los ciudadanos tienen finalmente más lazos reales con el presidente Kennedy que con el presidente Queuille, y más peso en la marcha de los negocios, porque la reelección del primero depende mucho más de ellos que de la reinvestidura del segundo. De todas maneras, se trata de un hecho que es imposible suprimir. Por quererlo rechazar de las estructuras democráticas se les forzará solamente a expresarse por fuera de ellas es decir contra ellas. Es mejor encuadrarlo, organizarlo, a fin de contenerlo y exorcizarlo. Si la gran masa de franceses ha experimentado una oscura satisfacción en 1940 y en 1958, es porque los nuevos jefes de gobierno cortaron con el anonimato y la grisalla de los ministros anteriores. El éxito del señor Mendès-France y, en un grado menor, el del señor Pinay tienen el mismo fundamento.

En la mayor parte de las grandes democracias esta personalización del poder nacional está hoy en día realizada, como por ejemplo los países del Este y en algunos del Tercer Mundo. En Estados Unidos, por el mecanismo de la elección presidencial, en Gran Bretaña por el dualismo de partidos disciplinados, que tienen cada uno a su cabeza un líder reconocido. En Alemania Occidental, por medio de un procedimiento análogo sólo Francia e Italia hacen excepción. En nuestro país, la tradición es totalmente en sentido contrario, el Parlamento desconfía como de la peste, en las personalidades populares; este cuerpo se esfuerza siempre por separarlos del poder. Lo ha hecho con Clemenceau, Poincaré, con Briand, antes de hacerlo con Pinay y Mendès-France, pero esta tradición no es ella misma, sino el reflejo de las estructuras políticas: en tanto que estas no sean modificadas, es vano esperar que aquella desaparezca. Ahora bien, el establecimiento de un bipartidismo rígido es visiblemente imposible entre nosotros: todo el mundo está de acuerdo en esto. En consecuencia, solo la elección directa del jefe de gobierno por el pueblo parece ofrecer una salida. Se vuelve siempre al mismo punto, hacia el cual convergen todos los aspectos de la evolución de las democracias occidentales en el siglo XX.

Algunas de entre ellas resisten a esta evolución: Italia, Bélgica, los países Bajos, las monarquías escandinavas. En las dos primeras, los regímenes políticos andan muy mal y no se les puede tomar como ejemplo. Por el contrario, Holanda, Suecia, Dinamarca, Noruega parecen acomodarse bien al parlamentarismo tradicional. Se ha notado, es verdad, que la disciplina de sus partidos da a los gobiernos más estabilidad y vigor que en Francia. Pero sobre todo, se trata de pequeños países donde los problemas son más administrativos que políticos. Se olvida demasiado en nuestra época la importancia de la dimensión de los Estados. Sí, nuestro régimen parlamentario podría probablemente convenir a una nación de débil dimensión. Pero a la hora actual, él no funciona bien en ninguna de las naciones de nuestro tamaño.


1 Guy Mollet nació en Flers en 1905 y murió en París en 1975. Político francés, Presidente de la República entre 1956 y 1957. De orígenes humildes, inició sus primeros estudios en su ciudad natal. Tras concluir el bachillerato en el año de 1922, se inclinó por el estudio de las ciencias pero, se inclinó por el estudio de la lengua inglesa. En 1923 entró en contacto con las ideas de la Sección Francesa de la Internacional Obrera (SFIO), la cual años después propiciaría el nacimiento del Partido Socialista francés. Fue líder del sindicato de profesores franceses, donde reivindicó mejoras en la calidad de vida del profesorado, especialmente de los profesores particulares. En 1936 se convirtió en secretario general de la Federación General de Enseñanza. Hizo parte de la Resistencia francesa. Capturado por los alemanes, fue liberado en febrero de 1943. En 1944 fue nombrado secretario del Comité de Liberación del Paso de Calais. Concluida la guerra fue alcalde de Arrás y luego consejero general de la ciudad, desde 1945 hasta 1949. Siempre buscó alejarse del laborismo inglés para buscar lo que él denominaba el verdadero socialismo. En esa vía, tuvo controversias muy fuertes con Léon Blum. En 1946 alcanzó la secretaría general de su partido, puesto que ocupó hasta 1969. Formó parte de la Asamblea Constituyente de 1945 y de 1946. Ocupó importantes cargos en las administraciones de Léon Blum, Pleven y Queuille. En 1948 fue elegido diputado de la Asamblea Nacional, siendo reelegido en sucesivas elecciones desde el año 1951 hasta 1973. Fue partidario de la consolidación de la Comunidad Europea, ocupó también un puesto destacado como delegado de su país en el Consejo de Europa desde 1954 hasta 1956. Junto a Mendès-France fundó, en las elecciones de 1956, el Frente Republicano. Accedió a la presidencia de gobierno el 31 de enero de ese mismo año. En su mandato se reconoció la independencia de Marruecos y de Túnez, se produjo la nacionalización del Canal de Suez en julio de 1956 y se agravó el conflicto argelino, que intentó solucionar proponiendo la creación de una federación. Un hecho destacado de su gobierno fue la firma de los tratados de la CEE y del EURETON. Formó parte del primer gabinete de Charles de Gaulle, del cual dimitió en enero de 1959. Desde ese momento se convirtió en uno de los líderes de la oposición al general y criticó con dureza su reelección. Los últimos años de su carrera política los dedicó a intentar reunificar el Partido Socialista francés. Apoyó firmemente la candidatura de F. Mitterrand para las elecciones presidenciales de diciembre de 1965. Fundó la Oficina Universitaria de Investigación Socialista. Entre sus obras pueden destacarse 13 mai 1958-13 mai 1962 (1962);; Bilan et Perspectives socialistes (1958); D’abort maintenir (1968); y Le Socialisme selon Tito (1971).
2 Pierre Mendès-France nació en París en 1907 y murió en esta ciudad en 1982. De profesión economista y abogado, fue diputado radical-socialista desde los 25 años. A los 31 entró en el gobierno de Léon Blum como subsecretario del Tesoro (1938). Durante la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) fue detenido y encarcelado por el régimen colaboracionista y oprobioso de Vichy (1940), pero consiguió evadirse y se unió en Inglaterra a las fuerzas de la Francia Libre que mandaba el general de Gaulle (1941). Desde entonces combatió contra la Alemania nazi en calidad de aviador. Liberada Francia, de Gaulle lo nombró ministro de economía del primer gobierno provisional (1944-1945), cargo del que dimitió por diferencias con sus compañeros de gabinete. Siguió siendo diputado por su distrito del Eure, manteniéndose al margen de los frecuentes cambios de gobierno de la Cuarta República hasta que en 1954-1955 fue llamado a presidir el gobierno, a raíz de la derrota francesa en Indochina (Batalla de Dien Bien Phu). Gobernó con honestidad, habló con claridad, se dirigió directamente a la opinión pública y eligió a sus colaboradores por meritocracia. Descolonizó Indochina y preparó la independencia de Túnez. En el caso de Argelia, recibió ataques de los rebeldes nacionalistas. Se opuso al proyecto de crear una Comunidad Europea de Defensa. Caído del gobierno siguió encabezando una alianza de centro-izquierda que triunfó en las elecciones de 1956; en aquel mismo año fue brevemente ministro de Estado, pero dimitió al no aceptarse su opinión favorable a la negociación con los independistas argelinos; se opuso al regreso al poder del general de Gaulle en 1958 como fruto de un golpe de Estado. Fue objeto de admiración y respeto por los muchachos de Mayo de 1968. En 1973 se retiró de la política activa, dejando el liderazgo de la izquierda en manos de Mitterrand.
3 ¿Pero han desaparecido ellas verdaderamente?
4 Maurice Duverger nació en Angulema en 1917. Jurista, sociólogo, político y politólogo francés. Comenzó su carrera como jurista en la Universidad de Burdeos, aplicándose a la enseñanza de la ciencia política y fundando en 1948 el Instituto de Estudios Políticos de esa ciudad, una de las primeras facultades de Francia en ese campo. Fue profesor de la Sorbona desde 1955, director de la división de ciencia política de la Universidad de París-I hasta 1975 y director, junto con G. Duby y E. Leroy-Ladurie, del Centro de análisis comparativos de los sistemas políticos. Ha sido colaborador permanente del diario Le Monde. Elaboró su propia definición de sistema político, ideando la teoría conocida como Ley de Duverger, que identifica una correlación entre un sistema de la elección y la formación de un sistema bipartidista. Fue, de hecho, el primer autor en establecer una conexión directa entre sistema electoral y sistema de partidos, otorgando al primero un peso mucho mayor que el que hasta entonces se le había dado y centrando por primera vez el foco de análisis en el que posteriormente sería uno de los principales objetos de estudio de la ciencia política. Definió el sistema de la Quinta República, luego de la elección del jefe del Estado mediante el sufragio universal, como un sistema “semipresidencial”. Desde 1989 hasta 1994 fue representante del Partido Socialista Europeo en el Parlamento Europeo. Su labor docente ha dado como fruto una producción bibliográfica asombrosa, casi toda ella dedicada al estudio sociológico de los fenómenos políticos. Se destacan las siguientes obras:
Les partis politiques Méthodes de la science politique (1955)
De la dictature (1961)
Introduction à la politique (1964)
Sociologie politique (1966)
Institutions politiques et Droit constitutionnel
5 Los hechos son exactamente contrarios al análisis del señor Maurice Thorez, en su discurso dirigido al Comité Central del Partido Comunista del 24 de febrero de 1961 (reproducido en L’Humanité del 1° de marzo de 1961).